XXIV Una vida para vivirla

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Pasó de largo la planta baja, llegó al primer piso y con la respiración todavía agitada, se acercó a la ventana. Vio al menos a cinco personas: dos apostadas junto a la puerta principal del edificio B, una en el de la derecha, y otras dos en la del edificio C. En ese momento una de las figuras le daba fuego a otra, y esta regresaba a la entrada de la construcción central. No podía salir por allí y hacer frente a cinco individuos armados, eso estaba claro, y no había otra salida.

Una sombra se agitó tras él y a punto estuvo de golpearla hasta que se dio cuenta de que era al prisionero al que había liberado.

—¿Por qué me has ayudado? ¿Qué pasa ahí fuera? —preguntó con una voz profunda y áspera.

—No podemos salir. Quieren matarnos. Y el edificio está a punto de explotar —dijo con premura.

El hombre, algo más alto que Edgar y bastante más viejo, unos cuarenta largos, no mostró emoción alguna. Permaneció impertérrito, asimilando su inevitable destino o tratando de buscar una salida.

—¿No estás asustado? —pregunto Ed, que era incapaz de mantener a su corazón controlado y envidiaba la entereza con la que el ex—recluso aceptaba su final.

—No —dijo negando al tiempo que sonreía—. Lo tengo asumido —miró un momento hacia abajo y dijo sin mucho convencimiento—. Parece que no hay mucha altura. Quizás podemos saltar.

Edgar sopesó las alternativas: quedarse o tratar de salir por la puerta principal significaba la muerte, saltar por la ventana era la única opción viable, pero no estaba seguro de que pudieran llegar muy lejos. También cabía la posibilidad de que alguien los estuviera esperando en la parte de atrás.

El prisionero se acercó a los cristales de la parte posterior y comenzó a inspeccionarlos.

—¿Se puede abrir alguna ventana? —preguntó sin apartar la mirada de la noche.

—Solo las de los servicios, pero dan a la parte delantera...

Las ventanas de todo el edificio servían únicamente para introducir luz natural, no podían abrirse porque condicionarían las características de la atmósfera del lugar. Eso hacía que durante el verano el calor en aquel paraje fuera insoportable y la mayoría optara por trabajar con la ropa interior bajo la bata.

—Hay que romper alguna —sentenció con apatía el prisionero cogiendo una de las sillas.

—Espera, debemos ser rápidos. No tardarán más de unos segundos en rodear el edificio —dijo Ed mientras escrutaba a través del vidrio—. En cuento toques el suelo corre lo más rápido que puedas hacia el muro —señaló la construcción en cuestión, que se encontraba a menos de doscientos metros—. Debería de ser relativamente fácil escalarlo. A partir de ahí no tengo ni la más remota idea, pero no creo que nos dejen marcharnos por las buenas.

—Habrá que improvisar —terminó el recluso con una sonrisa desafiante. Cada vez que respiraba emitía una envidiable bocanada de arrojo.

Mientras el hombre al que había liberado cogía una espátula de la poyata que había junto al fregadero y la pasaba por los bordes del cristal, Ed se acercó a la parte opuesta de la estancia para ver con creciente ansia como el número de personas incrementaba. La desesperanza lo envolvía como una etérea mortaja. El reo levantó una de las sillas de trabajo de estructura metálica y asiento tapizado en cuero negro, y se preparó para cargar.

A continuación, los sucesos se sucedieron de forma apresurada y Edgar, más tarde, no recordaría con nitidez lo que aconteció en aquella sala de investigación del primer piso, aquella fatídica noche de julio.

El cristal abandonó la estructura resquebrajándose un poco, pero de una pieza, y se estrelló contra el suelo como un trueno rompiendo la noche.

—Hay que irse —dijo el recluso en tono apático soltando su improvisado ariete.

El sometimiento que mostraba aquel ser que había aceptado la muerte con entereza y paciencia, pero aun así luchaba por vivir con toda su energía, hizo que los remordimientos de Edgar florecieran incluso en medio de aquella incierta odisea. Sintió que debía ayudarlo a salir de allí para ser capaz de reducir un poco el dolor del puñal que su conciencia le había clavado en el estómago.

Se acercó al agujero y comprobó que no había nadie en la parte de atrás del edificio. La luna brillaba en lo alto y vigilaba el planeta con un ojo atrayente y casi circular, desperdigando sus rayos por doquier y bañando toda la superficie con un tono blanquecino. Gracias a esta pudieron verificar que la altura tampoco iba a ser un óbice insuperable, pues apenas se encontraban a unos metros sobre el nivel del fantasmal césped que se extendía a los pies del laboratorio.

—Yo iré primero —dijo el antiguo reo.

El más joven retrocedió y dejó que su compañero de fuga se lanzara al vacío con suma agilidad: determinado y sigiloso. Lo vio rodar por la hierba y mantenerse agazapado, camuflado, tan bien escondido que incluso a Edgar, que sabía exactamente donde había caído, le resultaba difícil de ver.

La puerta de las escaleras se abrió en la otra punta de la sala y entró por ella una figura vestida de negro con un arma en la mano. No se molestó en comprobar la identidad del ocupante de la habitación, simplemente apuntó y disparó. Las tinieblas o la falta de destreza hicieron que errara el tiro y abriera un orificio en una de las mesas. Edgar, quien se había quedado congelado por el miedo, decidió no darle a su agresor otra oportunidad y se lanzó.

Consiguió caer con relativa habilidad, pero al ponerse en pie de nuevo notó que le costaba trabajo andar. Una sensación punzante en el tobillo hacía que se moviera renqueante, además sintió que le faltaba algo. Se palpó los bolsillos y encontró la cajita con las cinco dosis de la cura intactas, pero del virus no había ni rastro. Se giró hacia sus perseguidores al tiempo que unas fuertes manos tiraron de él, presionándole el pecho para que se alejara del edificio.

—¡Vamos! —exclamaba el hombre al que había liberado, que incluso en esas circunstancias mantenía su férrea voluntad.

Edgar se liberó de su agarre y corrió al lugar en el que había aterrizado. Allí, en el frío suelo, sobre un matojo de hierba sin nada en particular, estaba el recipiente con Lyssa en su interior. No había sufrido daño alguno en la caída, lo que supuso un gran alivio para Ed, pero algo sucedió cuando se agachó para cogerlo.

No escuchó el disparo, lo sintió. Notó como la carne se abría a su paso, describiendo una trayectoria ardiente y tormentosa. Fue consciente de como el disparo le atravesaba cada milímetro de la mano y el recipiente que tenía asido, derramando su contenido.

—No... —susurró, viendo como las gotas de su credibilidad, de su esperanza, se le escurrían de entre los dedos y se desparramaban por el césped.

Alzó la vista, consternado y desesperado, buscando al culpable de aquella obra. Vio como el tirador apuntaba hacia él desde la ventana por la que acababan de caer, preparado para apretar el gatillo en cualquier momento y segar su vida.

Mientras aguardaba a la muerte no sintió miedo, ni resentimiento, ni odio... Estaba frustrado, hundido por su fracaso, por no haber conseguido lo que se proponía, por haber dejado en peligro al mundo que tantas cosas buenas le había dado; se sintió confuso y enfermo, pues sabía que la infección había entrado en su cuerpo y que, tras su muerte, se convertiría en un zombi descerebrado; pero sobre todo sintió arrepentimiento, no tanto por lo que había hecho, sino por lo que pudo haber hecho. Evitar la creación del virus, arreglar las cosas con su familia, a la que no había visto desde su mudanza e ingreso en la universidad, y de la que se mantenía alejado por comodidad y egoísmo; pero sobre todo deseó haber arreglado las cosas con Martín, haber hablado con él en serio por una vez y no mediante bromas y frases con doble sentido; deseó haber tenido el valor para confesar sus sentimientos, para empezar una relación diferente, pero nunca antinatural; suspiró ante su estupidez, por no ser él mismo y estar con quien había querido. Deseó con toda su alma haber disfrutado un segundo más de la misma libertad que había logrado aquella noche hacía ya tanto tiempo, del placer de entonces, de un segundo que valiera una eternidad en medio de su huracanada existencia, y no de una vida de la que a duras penas lograría destilar media hora de felicidad hipócrita.

A través de un velo traslúcido, con los ojos empañados, pudo ver como el hombre que amenazaba su vida, no titubeó.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora