XXXIV La amante

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13 de agosto del 2011

Tenía el cuerpo sudoroso, las gotas que perlaban su piel atestiguaban el momento de calor y sus hormonas empezaban a asentarse tras sufrir la montaña rusa de emociones que sucedía al éxtasis. La decadencia del orgasmo había menguado sus fuerzas, pero seguía determinada a hablar con su acompañante del tema que había rondado su cabeza durante las últimas semanas.

Acompañante. Solo podía llamarlo de esa forma.

El halógeno que había sobre la puerta, al final del estrecho corredor, no los alumbraba directamente, por lo que ella solo podía ver su silueta descansando contra la cabecera de la cama y un punto brillante y anaranjado a escasos centímetros de sus labios. Al entrar en aquella habitación de hotel habían dado rienda suelta a su lujuria y solo habían conseguido encender la primera luz. Luego todo se volvió confuso y agitado. Se habían dejado llevar, al menos él.

Ahora, bajo las pegajosas sábanas, Tamara contemplaba como aquel hombre, al que había dado más de cinco años de su vida, se fumaba tranquilamente un cigarro y exhalaba un humo grisáceo que se adhería a todo. Lo odiaba por eso, por permanecer como si no ocurriera nada, por aparentar estar siempre por encima de las circunstancias, por tomárselo todo con tanta calma, por despreciar lo que hacían. Pero Tamara se odiaba más a ella misma porque no era capaz de exigirle que terminara con aquel infierno, tenía miedo de que la dejara, de que escogiera a su mujer. Su amor propio y su confianza habían desaparecido casi por completo, él se había encargado de destrozarlas durante su periodo universitario. En lugar de dejarla marchar cuando acabó la carrera, continuó presionando. Era demasiado astuto como para arriesgarse a perderla. Pero sus artimañas eran cada vez más fuertes, más directas. Eso había contribuido a que ella tomara una decisión.

Se giró, permaneciendo sobre el lateral de su cuerpo, y alargó una mano para tratar de arrebatarle el pitillo. Con un ágil movimiento no muy acorde a su edad, el hombre apartó su mano y entrelazó los dedos con los suyos. No se movió, siguió dando una calada tras otra. Eso significaba que estaba de buen humor. Si le hubiese preocupado algo, la habría apartado de mala manera y se habría largado. Su modus operandi.

Tamara apartó la mirada y la dejó caer con frustración antes de comenzar a hablar:

—Esto tiene que acabar —las palabras que llevaba pensando durante años habían abandonado por fin sus labios, no con el ímpetu que ella había querido, pero era un comienzo.

El silencio siguió a su efímera intervención y empezó a preocuparle que no la hubiera oído. Levantó los ojos y trató de escrutar el rostro del hombre entre las tinieblas. No daba señales de haberla escuchado.

—¿Me has oído? —insistió.

Nada, ni un sonido.

—No podemos seguir así —continuó—. No puedo... Esto no es lo que quiero.

Una carcajada seca la interrumpió.

—¿No es esto lo que quieres? —preguntó divertido—. Pues entonces vete —dijo con crueldad, haciendo un gesto en dirección a la puerta.

Estaba demasiado convencido de que no lo haría. Los dos lo sabían: su profesor era demasiado previsor como para hablar por hablar. Había conseguido que la joven dependiera de él, le había borrado todo rastro de amor propio. No le quedaba nadie aparte de él. La había apartado de su familia, de sus amigos, del resto del mundo. Se aprovechó de la admiración de Tamara para arrastrarla a un mundo de total dependencia.

—Me has entendido perfectamente —le reprochó la mujer endureciendo su tono y apenas consiguiéndolo—. No puedo esperar simplemente a que te sientas solo. No puedo vivir pendiente de tus llamadas, de estas escapadas. Quiero una vida contigo...

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora