XXII Incursión

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27 de julio de 2011

Martín siempre tenía la respuesta a todo. La conversación que acababa de mantener con él le había abierto los ojos. Nunca en la vida había tenido tan claro lo que debía hacer, lo que aún no sabía era como iba a actuar.

Se encaminó hacia el centro de investigación en el que llevaba trabajando desde hacía meses, un breve lapso que ahora se le antojaba una eternidad. Caminaba con decisión y presteza, pues quería zanjar cuanto antes ese asunto y marcharse de allí.

Acababa de decir lo que debería haber dicho hacía mucho tiempo y sus pensamientos se centraban en eso. No ignoraba el peligro al que se iba a enfrentar, pero no podía sacarse de la cabeza las palabras de su amigo. "Me acuerdo de cada detalle" había dicho. También recordó la pregunta sin responder que le había hecho aquella vez, al final: "¿aún somos amigos?". Aquel día había complicado su relación, por eso se había callado y dejó aquel interrogante sin respuesta, como un cabo suelto del que pendía toda su realidad, pero al ver la muerte cara a cara sintió que debía sincerarse con la persona más cercana a él. No había tenido una relación tan estrecha con nadie, ni con ninguna de sus novias, y, al principio, le había costado aceptar aquello. Pero se había vuelto insoportable. Si nada hubiera pasado, si sus compañeros de trabajo no hubieran empezado a ser asesinados, Edgar sabía que acabaría pidiendo perdón a su amigo, y eso no era poco viniendo de él. Pero su relación seguiría estancada.

Durante el tiempo que habían pasado enfadados supo que no podría aguantar. Tenía que decirle la verdad, pero no le pareció oportuno hablar de aquello por teléfono ni sometido a tanta presión. Quería que su relación avanzara, pero no se vio capaz de hacerlo. Quizás creyó que la situación era la que le impedía hablar, cuando era la cobardía la que lo mantenía mudo. Se dijo a sí mismo que si volvía a verlo lo soltaría todo. Si volvía a verlo... Aún quedaban retazos de pusilanimidad en su mente.

La enorme alambrada que rodeaba el complejo se estaba haciendo visible. Tras la misma se levantaba un muro de hormigón que era aún más alto, pero carecía de verticalidad. Tenía la forma de una ola, se extendía por encima de la malla metálica y alcanzaba la horizontalidad en el extremo. Era imposible saltarlo, por lo menos desde fuera.

Por fortuna, el guarda que había en la puerta lo conocía.

—Una noche preciosa para un paseo.

—Sí, muy agradable.

—¿Te has dejado las llaves? —le preguntó con una sonrisa mientras comprobaba sin mucha profesionalidad su identificación.

—Se me han quedado en el laboratorio, creo. Si no están aquí, es que las he perdido.

—Vaya, siempre te pasa lo mismo —dijo manteniendo los dientes bien visibles, incluso bajo el apagado resplandor que manaba de su caseta.

Edgar hizo un gesto afirmativo con cabeza devolviéndole la sonrisa. En realidad, solo se las había olvidado una vez, pero tampoco tenía el mayor interés en alargar la conversación. Además, le caía bien aquel hombre, era un poco pesado, siempre con ganas de charla, pero supuso que era a causa de su aburrido trabajo.

Avanzó por el asfalto lanzando miradas a diestro y siniestro, pero el complejo estaba completamente vacío. Ni una sola plaza de aparcamiento estaba ocupada, y tampoco veía ninguna luz que no fuese pública. El silencio habría sido completo de no ser por el tráfico que se escuchaba en la distancia. Edgar estaba bastante sorprendido de que el tío Gilito no hubiese puesto más vigilancia por el área. Quizás pensó que podría deshacerse de todos los testigos durante la noche y no había necesidad de tomar precauciones.

Se equivocó.

Las instalaciones contaban con tres edificios con forma de cilindros metálicos de siete pisos con dos sótanos cada uno. En realidad, esa era el área dedicada exclusivamente a la investigación biológica, pero el complejo constaba de más partes: una de desarrollo de nuevas tecnologías, un edificio alargado de madera en el que se estudiaban las propiedades de diferentes tipos de aislamiento, la zona de recepción al lado de una cafetería en la que se servían comidas con descuento a los que contaran con el carné de empleado... Los tres cilindros recubiertos de aluminio y sin ninguna ornamentación eran las construcciones más feas, las más simples y las que más llamaban la atención. "Parecen latas de cerveza" era lo que había dicho Martín a su amigo en cuanto pusieron un pie allí.

Se acercó a la entrada que estaba situada en el edificio de en medio, el B. A los otros se accedía mediante pasarelas, pues las puertas de ambos permanecían siempre cerradas y solo se abrían en ocasiones excepcionales. Acercó la cartera, con la tarjeta de seguridad dentro, al panel que había al lado de la puerta, introdujo el código de acceso de nueve dígitos, y un suave pitido confirmó que la identificación era válida y podía entrar.

Eran muchas las veces que había criticado la escasa seguridad que había en un lugar en el que se trataban con materiales tan peligrosos, pero ahora no podía estar más agradecido. Tenían trajes especiales, pero apenas los usaban. También había las típicas medidas de protección, pero eran las más simples, las que podías encontrar en cualquier laboratorio. Edgar estaba seguro de que no cumplía con la normativa establecida, aunque si investigaban el laboratorio las pobres medidas de seguridad sería lo menos llamativo. Igual era más interesante la colección de cadáveres ambulantes que guardaban en el segundo sótano, o los informes sobre experimentación con humanos. "Quizás por eso escasea la seguridad, para pasar desapercibidos" le había dicho a Martín cuando este convirtió en palabras los pensamientos de ambos.

Cuando estuvo en el interior sintió, no por primera vez, pero sí con mayor intensidad, que lo que hacían allí estaba mal. Sí, quizás aquello podría salvar algunas vidas, pero a qué precio: la ética había sido humillada y mutilada con crueldad.

Subió por las escaleras, pues los ascensores no eran de su agrado. No era claustrofóbico, pero le parecían demasiado lentos y luminosos. Su resplandor le recordaba demasiado al de un quirófano. Siempre que podía tomaba las escaleras.

Llegó al cuarto sin apenas esfuerzo. Antes de que pudiera alcanzar la puerta y volver a emplear la tarjeta, escuchó como la entrada principal, la que él había cruzado hacía unos segundos, se cerraba con un ligero clic, un sonido silente, como si alguien hubiera amortiguado el sonido del portazo. Era un eco que habría pasado desapercibido de no ser por el extremo silencio. No se detuvo para comprobar quien lo seguía. Tenía la corazonada de que la persona que había accedido no tenía buenas intenciones, así que aligeró el paso.

Abrió el cajón que había bajo la mesa más cercana a la entrada, revolvió un poco el material que había dentro, apartó micropipetas y filtros de microfibra de vidrio, y dio con un llavero del que colgaban las seis llaves. Con ese objeto en la mano se acercó a la cámara en la que guardaban las muestras y sintió un escalofrío cuando el ruido de los pasos que ascendían por la escalera se hizo más evidente. Usó una de las llaves en la puerta que había en la parte izquierda de la estancia y conducía al depósito de reactivos, y empleó otra más en el armario en el que se almacenaban los materiales peligrosos. Aquel compartimento era hermético, de máxima seguridad. Tenía unas gruesas puertas batientes de acero plastificado y en él se guardaban los materiales más tóxicos, así como las substancias más caras. No tardó en encontrar la cajita que contenía las cinco dosis de antivirus. De Lyssa no había rastro. Seguramente habrían cogido el virus para hacer otro experimento de inoculación a presos y lo habían dejado en el sótano del edificio C, pues allí también había un pequeño armario de características similares al que tenía frente a él. Eso fue lo que pensó Edgar, así que se movió presuroso hacia la pasarela que conectaba ambas construcciones. Salió procurando no hacer ruido y dejando encendida la luz del almacén a propósito, para despistar. Atravesó el pequeño puente y bajó por las escaleras. Al llegar a la planta baja vio junto a la puerta principal, la que tenían siempre cerrada, el resplandor que desprendía un cigarro encendido, y supuso que estaban vigilando las entradas. Siguió su descenso con celeridad. Aquel contratiempo había hecho que perdiera la poca calma que conservaba. Las puertas laterales eran su única escapatoria. Ahora no sabía que haría cuando tuviera el virus en sus manos. A pesar de la incertidumbre, prosiguió su incursión.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora