XV Tortugas y liebres

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Bajó las escaleras entre tinieblas, con el foco en una mano y el sable enfundado en la otra. No habría nadie. El edificio estaba completamente vacío, se había asegurado de que así fuera. Solo tenía tres plantas y los únicos vecinos que estaban normalmente en casa eran los de abajo, los del primero. El resto de pisos permanecía desocupado la mayor parte del año. Había registrado toda la zona en busca de zombis y comida, pero no halló casi nada. Arriba, en los de la tercera planta no había ni gente, ni alimento. Olía a cerrado y a rancio. El que estaba frente a su vivienda, el segundo, también se encontraba vacío, pero en una estantería que cubría dos paredes del salón dio con una colección de gruesos y ajados volúmenes que dejaría sin aliento a cualquier aficionado a la lectura.

En cuanto a los del primero, bueno... eso ya era otra historia.

La puerta de la izquierda estaba cerrada, pero el interior permanecía fresco y claro, ventilado. No tenía una iluminación tan pobre como los de la parte alta. El lugar estaba habitado, aunque en el momento exacto de la "Caída" no había nadie en casa. El piso de enfrente, el primero derecha, estaba abierto y la puerta descansaba en el rellano convertida en una alfombra rígida. Había quedado de tal modo que se balanceaba sobre el pomo con solo rozarla. Ningún ocupante, como no, pero parecía haber sido vaciado con rapidez. La mesa estaba puesta para el almuerzo, y la televisión, el día que entró Rubén, cuando todavía había luz, estaba encendida. Platos llenos de moscas, comida tirada, sillas en el suelo, vómito, algo de sangre... Era como si el desayuno se hubiera visto interrumpido.

El portal estaba iluminado por los escasos rayos de claridad que se filtraban de la calle por el cristal que había encima de la puerta. Ni un alma. También se había asegurado de que no hubiera allí cadáveres ambulantes. Antes de abandonar el edificio les dedicó un último pensamiento a los dos solitarios habitantes que quedaban en él. Se sintió atemorizado, impotente, temeroso de que al llegar ya no los encontrara... Pero decidió continuar. Tenía que hacerlo.

Abrió un poco la puerta y no vio a casi nadie. Había un par de lentos que se movían al otro lado de la calle. Eran dos mujeres, o lo habían sido algún día. Se tambaleaban infantilmente, como un niño aprendiendo a caminar. Rubén tenía claro que no debía perderlas de vista, pero esa clase de monstruos no eran los que le preocupaban de verdad. Después de observarlos detenidamente desde su fortaleza comenzó a deducir ciertos patrones de comportamiento y determinó dos clases de criaturas: las tortugas, que se tambaleaban lentamente y vagaban gimiendo y atacando cualquier cosa que se moviera o emitiera el más leve ruido, y las liebres. Esos eran los realmente peligrosos, pero, por suerte, eran mucho menos numerosos. Caminaban en silencio con relativa soltura, como si les sobrara el tiempo. No se tambaleaban y no les hacían el más mínimo caso a las tortugas, simplemente los esquivaban o los despedazaban cuando no les quedaba más remedio. Apenas presentaban heridas o taras a pesar de que, frecuentemente, iban cubiertos de sangre. Eran como humanos normales con un rostro completamente inexpresivo. Una suerte de máscara. Cuando veían el menor atisbo de vida, enloquecían. Corrían, rompían puertas, gritaban, aporreaban, mordían... Era como si les perturbara, como si las palpitaciones o la respiración de los humanos los atrajera. Los desquiciaba completamente. Lo que hacían era brutal. Mientras los lentos se alimentaban de sus víctimas, sus frenéticos adláteres abandonaban el cadáver después de muerto sin mostrar el más mínimo interés por su víctima una vez se había quedado inmóvil.

Lo que tenían en común todos, tortugas y liebres, era su fijación por investigar y perseguir las fuentes de sonidos agudos, sobre todo. La mañana del día anterior, la alarma de un coche en alguna calle vecina había sido de lo más oportuna, y se había llevado a todas las criaturas que rondaban el lugar. Pero algo había acallado a la estridente máquina y ahora, veinticuatro horas más tarde, algunos zombis paseaban por la zona. Eran muy pocos en comparación con días anteriores, pero suficientes para amedrentar al más valiente. Rubén sintió un estremecimiento antes de salir.

Se acercó rápidamente a los coches que había aparcados frente a él y se escudó con ellos. No había ninguna criatura en su camino. Se apresuró lo más encogido que pudo por la calle que descendía hacia el centro. Tenía que sujetar la catana con una mano para evitar que chocara con el suelo e hiciese ruido. Los lentos no parecían gozar de buena vista y era mucho más probable que su presencia fuera delatada por el sonido.

Atravesó la calle con cautela. Durante la mañana había dibujado mentalmente un mapa en su cabeza, trazando la ruta más segura. Eligió la menos frecuentada, aunque le llevaría un poco más que los otros caminos. Siguió avanzando, pero había demasiadas criaturas justo delante de él paseando sin rumbo. Tuvo que hacer algo de zigzag entre los vehículos para dejar atrás a tanto ser renqueante. El joven no tenía una constitución muy gruesa, por lo que se metió sin mucha dificultad bajo un camión cuando se encontró de frente con un par de tortugas. Esperó pacientemente a que pasaran y dejó un poco de margen, aun habiéndolos visto desaparecer por la esquina.

Cuando abandonó su escondrijo la pregunta volvió a su mente: ¿Por qué hacía aquello? ¿Era porque estaba bien? Sí. ¿Por la justicia? También. ¿Solo por eso? No. Lo hacía porque se sentía bien, pero no únicamente por ayudar a la gente. No, su empatía no le haría arriesgar su vida. Había sido un joven sin aspiraciones, un hijo sin padres, un adolescente que jamás sintió deseo o atracción sexual. En su portátil no había porno. No tenía revistas bajo su colchón. Sí, algún día experimentó afecto hacia su familia e incluso hacia algunos de sus compañeros y amigos, pero nunca le interesó el sexo. A él no le decían nada las palabras deseo o pasión, y el placer del orgasmo le resultaba una sensación vacía. Y ahora, en un mundo devastado, encontraba en su forma de actuar un deleite jamás experimentado. Hacía lo que hacía porque lo satisfacía a un nivel primitivo: le gustaba la sensación de participar en la historia, de vivir algo emocionante, de saber que si alguno de aquellos seres lo veía trataría de matarlo... Era excitante deslizarse por el borde del acantilado. Llegó a la conclusión de que en su manera de pensar había algo de vesania, pues no podía negarse a sí mismo que si arriesgaba su vida era también por la adrenalina. Era esa sensación confortable en el estómago lo que anhelaba, lo que lo impulsaba a actuar. Acabó por preguntarse si toda una vida de soledad lo habían vuelto loco.

Dudando aún sobre su cordura, continuó su camino, intentando centrarse en el asunto que se traía entre manos.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora