XIII Lázaros

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Cuando despertó, quince minutos después, no se sintió perdida ni confusa. No, sabía exactamente donde se encontraba y recordaba lo sucedido a la perfección. Era como si solo hubiera cerrado los ojos un segundo. Tampoco se sentía descansada.

Se levantó despacio, apoyándose en la taza, procurando no emitir sonido alguno. No pudo evitar que algún que otro hueso crujiese. Se alisó la falda y destrabó el pestillo. Empujó la puerta con cuidado y observó la parte común del baño con los ojos entornados. La luz, de un tono verdoso, le aseguró que allí no había nadie. Salió sin soltar la puerta y la cerró con delicadeza, pero el pequeño golpe que emitió resonó en sus oídos como una detonación.

Al colocarse frente a la entrada pudo comprobar el estado en que había quedado la puerta de los aseos tras recibir los golpes de aquel hombre durante unos pocos segundos: profundas grietas surcaban la madera, con zonas en las que el material se abombaba hacia ella, y el suelo estaba alfombrado de pequeños restos de pintura y astillas. Las esquirlas crujieron cuando Marta las pisó para coger el tirador y apartar la maltrecha superficie.

Al entrar en el bar, a la mujer le entraron ganas de volverse al retrete y ocultarse de todo, esperar a que viniera la policía y la sacara. El olor de la sangre, el opresivo y candente aroma de la muerte y las heces, la brutalidad con que habían decorado las paredes y teñido el local de un tono marrón rojizo, las masas informes y sanguinolentas... Era cruel, inhumano, macabro. No había otro término que describiera mejor aquella escena. Los telediarios usarían dantesco, pero aquello era macabro. ¿Qué clase de ser despiadado podría haber hecho algo así? No es de este mundo, pensó ella, llevándose una mano a la boca para ahogar un grito y contener el vómito que se empezaba a acumular en el fondo de su garganta. Tiró de su chaqueta para improvisar una mascarilla.

Trató de avanzar sin pisar ninguna de las partes que decoraban el pavimento y se acercó al mostrador para apoyarse y dejar que el sudor se le deslizara por la espalda. La calle también se había sumado a la calma. No se veía un alma en el exterior. En algún lugar se escuchaba la alarma de un coche, pero era un sonido que parecía pertenecer a otro mundo, a otro plano. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de la mujer cuando vio al camarero que había sido asesinado el primero: estaba tumbado al otro lado de la barra con los ojos completamente abiertos. La escrutaba, acusador. Ella movió el rostro con un gesto de dolor, tratando de deshacerse de aquella imagen. Pero no fue capaz. Ya era tarde. La tenía grabada en la retina y no podía avanzar con aquella mirada reprobatoria analizando sus movimientos.

Pasó al otro lado de la barra y se acercó al cadáver. El hedor era más intenso allí dentro, pero lo soportó como pudo y se acercó a aquellas esferas azules que le habían llevado un té con leche y una sonrisa. Ya no sonreía. No volverá a hacerlo. Contuvo un gimoteo.

Se agachó como pudo haciendo que su espalda se quejara. Había dormido en el suelo de un baño, era normal que su cuerpo protestara. Con sumo cuidado acercó la mano al rostro del muerto y deslizó sus párpados con el índice y el corazón. Descansa en paz. Dejó la palma en su rostro y acarició la fría superficie deteniéndose en la línea de su mentón mientras ofrecía una silenciosa oración por su alma. Con los ojos cerrados el rostro recuperaba parte de su belleza y tranquilidad.

Algo se agitó al otro lado. Fue el sonido de un deslizamiento, algo que trataba de desplazarse por una superficie húmeda y pegajosa.

Marta no se levantó, al contrario, trató de encogerse aún más. Algo la agarró con firmeza de la muñeca. Era una mano. Miró el rostro que hasta hacía unos segundos dormía tan plácidamente el dulce sueño de la muerte y comprobó que había cambiado. Sus ojos, aquellos penetrantes globos que evocaban al cielo, estaban plenamente abiertos con su atención puesta en ella. La mujer acercó la mano al pálido rostro para acariciarlo mientras murmuraba:

—Estás vivo —y las lágrimas surcaron sus mejillas.

Pero la piel del individuo era nieve, dura y helada. No había aliento.

El hombre abrió la boca para decir algo y mostró una sonrisa oscura con muchos dientes. Acercó la mano de Marta a los labios. Ella, perdida en lo extraordinario de la escena, supuso que era para besársela, pero aquel contacto fue más profundo y doloroso, y le arrancó un chillido y un pedazo de muñeca. La anciana se apartó como pudo del caníbal, liberándose de su agarre, y chocó contra la barra. Retrocedió a trompicones sin dejar de bramar, sujetando el palpitante agujero de su articulación, notando como la sangre le empapaba el vestido, y se encaminó hacia la salida.

Pero no estaba sola.

Dos figuras renqueantes flanqueaban la salida. Algo le rozó la pierna e hizo que diera un respingo hacia uno de los laterales del local. Se giró y vio a uno de los clientes arrastrándose hacia ella con la parte inferior del cuerpo cubierta de sangre. Intentó pasar por encima de él de un salto, pero tropezó y cayó de bruces justo a su lado, llenándose los pulmones con los fétidos olores que permanecían estancados a ras de suelo. Quiso reptar, pero no fue lo suficientemente rápida. Ya había sido atrapada, y, por la fuerza del agarre en su tobillo, no parecía tener probabilidades de soltarse.

Al cabo de unos segundos se hallaba contra la pared, rodeada de manos que trataban de desmembrarla.

Pataleó, golpeó, arañó, chilló, imploró, rezó, sollozó... pero de nada le sirvió todo aquello. Los comensales hicieron gala de una voracidad inaudita.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora