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Era imposible describir un horror comparable a todo aquello. Las palabras fallaban, perdían su color, su valor, se deshacían como papel mojado. Las imágenes de la ciudad quedaron grabadas en las retinas de Alberto y Martín, quienes desde un suavizado promontorio podían contemplar la destrucción que aquellos microscópicos entes podrían desatar. La parte oeste que eran capaces de atisbar estaba completamente calcinada por el fuego y aún se distinguían pequeños focos en los que las llamas se mantenían vivas. Algunas de las fachadas presentaban manchas alargadas de un tono rojizo que recordaba al color de la sangre aguada. Las calles de salida estaban colapsadas pues, a pesar de que el número de habitantes no era muy elevado, la desesperación por partir de aquel lugar debía de haber sido desmesurada. Los coches habían sido abandonados, muchos de ellos con las puertas abiertas. Para que cerrarlas, si las pertenencias se las han llevado y es imposible sacar ningún vehículo, pensó Alberto mientras contemplaba el monumental atasco. Era como un puzle, apenas había hueco entre las piezas. Coches, en aquel caso. Cristales rotos, basura en cada rincón, papeles mecidos por la brisa, una alarma lejana, el ladrido de algún perro... Lo que no quedaba era una sola alma que atestiguara lo que allí había acaecido. Ni una. Nada más que putrefactos miembros y vísceras dispersas por el perímetro.
Ninguno de los dos pudo abrir la boca ante la aciaga escena y, sin poder apartar la vista del ruinoso horizonte que se extendía ante ellos, caminaron con urgencia.
Un único vistazo y Alberto casi había perdido la esperanza de encontrar a su hijo. Apretó con fuerza el hacha que llevaba asida, notando como el dolor se hacía más evidente en su pecho y la herida se abría. La certeza que le había acompañado durante todo el camino se había enfriado, era hielo seco y sublimaba sin que fuera capaz de detenerla. Era como si la noche hubiera sido solamente una ensoñación, la visión melancólica pero confiada de una mente adormecida. Sin embargo, ahora, rodeado por aquel cuadro de muerte y desesperación, en medio de aquella grotesca imagen, el hombre perdió el color y en su estómago sintió al fin todo el peso de la realidad. Le entraron ganas de llorar, de correr y gritar el nombre de aquel pequeño ser al que tanto daño había causado, al que tanto ambicionaba volver a abrazar. Ansiaba encontrarlo, protegerlo, ayudarlo, proporcionarle un rostro conocido, decirle cuanto lamentaba haberle alejado de él de la forma en que lo hizo...
La cabeza de Martín también se encontraba sumida en un mar de desaliento. Lo comprendía, sus acciones habían provocado el hundimiento de aquella ciudad. ¿Cuántas personas asesinadas? ¿Cuánto padecimiento físico y emocional? ¿Cuántas lágrimas, cuantas heridas, cuantos lamentos? Se obligó a cincelar en su memoria cada detalle. La tortura de presenciar lo que él mismo había desatado no aliviaba su conciencia, pero era mejor que nada. Le resultaba más sencillo centrar sus remordimientos en algo físico que seguir atormentándose mentalmente.
Cada uno a lo suyo, no se dieron cuenta de que las construcciones se hacían cada vez más altas y las posibles rutas de huida menguaban. Sus pasos no levantaban ecos, era como si las calles se hubieran acostumbrado al silencio y no tuvieran ganas de responder a los nuevos caminantes. La calma no era total, pero casi. Algún pájaro esporádico ambientaba la lúgubre escena con su cántico. Tampoco se había callado la brisa que, filtrándose por angostos recovecos, silbaba de vez en cuando al tiempo que arrastraba un penetrante olor a pelo chamuscado.
A Alberto se le antojó un pueblo fantasma, del estilo de los que aparecen en las películas del oeste. El polvo se levantaba de la misma forma, pero en lugar de plantas rodadoras, allí solo se desplazaban a ras del suelo periódicos viejos y bolsas de plástico desgarradas.
Aún seguía con esa idea rondándole la mente cuando un dolor abrasador fluyó de su pecho y se le extendió por el resto del organismo con la fuerza y la rapidez de una descarga. Ahogó un grito y cayó de rodillas en el suelo, palpándose la herida por encima de la venda y soltando el hacha que portaba. El arma rebotó en el suelo emitiendo un ruido vibrante, metálico.
Martín se acercó a su compañero y lo sujetó para impedir que perdiera completamente la verticalidad.
—¡Duele! —pronunció cada sílaba con dificultad mientras comprimía vigorosamente los dientes y plegaba los labios.
—Lo sé —respondió el más joven con una calma fingida. Algo iba mal, la situación estaba peor de lo que esperaba, pero no podía explicársela en ese momento, mientras soportaba aquel sufrimiento—. Necesitamos una farmacia. Calmantes.
Levantó la cabeza y comprobó con alivio que había una no muy lejos.
—¿Puedes caminar hasta ahí? —preguntó con la voz y la mirada, señalando la cruz verde que en otro tiempo, una semana atrás, estaría parpadeando constantemente y proporcionando información acerca de la hora, la temperatura y los horarios de apertura y cierre.
—Creo... Eso pienso. Ayúdame —respondió tratando de alzarse y estrujando los párpados para ahogar un gemido.
Con una mano por encima del hombro, Martín arrastró a su compañero de viaje hacia la pared contigua al local. Lo hizo con mucha dificultad ya que el hombre se retorcía con cada zancada.
La puerta estaba abierta, pero la farmacia se encontraba en el más completo silencio. Al entrar, ambos sintieron aquel olor dulce y penetrante a talco y lavanda, con un matiz que no supieron diferenciar, pero que no les resultó agradable.
Alberto se dejó caer contra el mostrador y fue resbalando hasta que quedó sentado en el suelo. Martín no perdió el tiempo, soltó el hacha y la mochila junto al otro hombre y se perdió en el almacén, buscando algún nombre conocido, alguna sustancia concreta entre tanta caja de píldoras y jarabes.
Estaba llegando al fondo del local cuando se percató que flotaba en el aire un maloliente hedor, y cuanto más se acercaba al extremo de la estancia, con más intensidad lo captaba. Tomó una fuerte inspiración y se asombró a sí mismo al reconocer aquel olor: era la fragancia de la muerte.
Se acercó a la última estantería y echó un vistazo rápido al pasillo que acababa de atravesar. Estaba completamente desprotegido y se vio tentado de volver a la entrada a por el hacha que había cogido en la gasolinera, pero la curiosidad le pudo, así que se cargó de valor y salió de su escondite.
Asqueado, fue como se sintió en un primer momento. Abatido, angustiado. Pero esta sensación pronto se tornó en confusión y evolucionó a ternura. Una pareja de ancianos yacía abrazada contra la pared del fondo. Aquella escena era cruel, terrible, sí, pero también había algo de delicadeza en ella. Al principio podía resultar chocante e incomprensible, pero bastaba con fijarse un poco para saber lo que allí había ocurrido, o por lo menos emplear el principio de la navaja de Ockham y deducir la explicación más lógica.
Junto a los cadáveres había un bote de pastillas abierto y el contenido se hallaba desperdigado por la sala. Martín se acercó para comprobar su teoría y supo que no habían muerto por los barbitúricos. Aquellas medicinas no podían causar la muerte a no ser que se tomaran en cantidades industriales, pero su carencia sí podía ser mortal. Haciendo un diagnóstico rápido a los cadáveres, concluyó que la mujer estaba enferme, por lo que habían acudido a la tienda en busca de sus medicinas. Al parecer ya era tarde cuando llegaron, pues la señora debió haber muerto antes de que pudiera ingerir el remedio. Seguramente había muerto por el camino, el señor la había arrastrado hasta allí y había intentado que tragase la medicación después de muerta. Se negaba a dejarla marchar sola y, como vio que sus intentos de reanimarla eran inútiles, decidió acabar con su vida disparándose en la sien. Eso explicaba el agujero en su cráneo y la pistola en la mano derecha.
Martín, tras sopesarlo un rato, concluyó que la explicación no resultaba tan simple y, con una sonrisa triste, pensó: Un Romeo y una Julieta del siglo veintiuno.
—Descansad en paz —dijo mientras le quitaba el arma de la mano con delicadeza y los amortajaba con una manta que, hasta hacía unos segundos, había ocultado un arcón congelador.
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Primer Mordisco
Horror«Aquel día cambio la vida de mucha gente, las vidas de todos nosotros. Nos desvió, pero... De alguna manera también nos dio impulso. Como un tsunami, como... Somos como réplicas de un terremoto. Cada uno de nosotros vibra, se mueve impulsado... impu...