12 de septiembre del 2011
Marta empujó la puerta con suavidad, un poco, lo justo para escuchar la acompasada respiración de su nieto. La luz se filtraba desde el corredor y apartaba las sombras de la cara de Alejandro. El niño descansaba plácidamente después de unos cuantos días de agitación y llanto, pero era hora de ir al colegio. Había comenzado el curso hacía muy poco tiempo, y después de la discusión con su marido la noche anterior, ambos llegaron a la conclusión de que el colegio serviría de distracción al pequeño. Pero ahora, contemplándolo dormir tan apaciblemente, le costaba llevar a cabo su plan.
Encendió la luz y se acercó sin hacer ruido a la cama, extendió un brazo y le acarició suavemente la cara, dándole unos ligeros toques.
—Alex, despierta —susurró—. Despierta cariño... Despierta —su tono ascendió hasta alcanzar un volumen normal.
Los ojos del niño comenzaron a abrirse con dificultad ya que tenía los párpados pegados. Había estado llorando durante la noche y nadie se había dado cuenta. Cuando estaba en casa de sus padres y tenía pesadillas, al igual que la inmensa mayoría de los niños, se escondía entre los brazos de sus progenitores. Pero allí no se atrevía a hacer eso. Había permanecido bajo las mantas entre lágrimas y temblores, atento a cualquier sonido extraño, hasta que el sueño pudo con él. Pero este había tardado en llevárselo y ahora bostezaba. El cansancio había depositado bajo sus verdes e inocentes ojos un par de semicírculos violáceos que no le permitían abrir por completo su campo visual.
—¿Estás bien? —preguntó Marta con preocupación, sin apartar la vista de aquel rostro visiblemente cansado.
Alex asintió.
—¿Te encuentras con fuerzas para ir al cole?
El niño volvió a confirmar con la cabeza. La noche había sido larga, pero las penas se diluían un poco con la llegada de la luz del día.
—Muy bien.
Marta se acercó hasta su frente y depositó en ella un beso de alivio. No sabría que hacer en caso de que el niño no quisiera levantarse. Se apartó y fue hacia el armario que había frente al lecho, lo abrió, sacó algunas prendas y las dejó en la silla verde del escritorio. No tenía mucha ropa de Alex allí, tendría que visitar el piso donde había vivido con sus padres para conseguir algo más, pues predijo que se quedaría con ellos por largo tiempo.
—Vístete deprisa, si no el almuerzo se te enfriará —habló antes de salir de la habitación para dejarle un poco de intimidad.
Al salir se percató de la poca confianza que había entre ellos. Era normal. El chico no había estado en la casa de sus abuelos desde los cuatro años, solo lo veían algunos fines de semana y durante los días de fiesta. Esto sucedía a pesar de que todos vivían en la misma ciudad. Marta sabía a quién culpar de eso: Alberto. Ese hombre le había robado a su hija y a su nieto. Y encima, decían las malas lenguas que engañaba a Ana con una compañera de trabajo, que era un hombre egoísta, incapaz de ser fiel a nadie más que a sí mismo. Con el historial que tenía, no era difícil de creer. En más de alguna ocasión había hecho comentarios al respecto mientras hablaba con su hija, pero eso únicamente había causado fuertes discusiones y un progresivo distanciamiento entre ambas.
Resuelta, decidió que aquel hombre no conseguiría apartarla de su nieto como años atrás había hecho con su hija. No lo permitiría. Obtendría la custodia del niño, pues sabía muy bien de que pie cojeaba Alberto. Eso es en lo que pensaba mientras calentaba leche y preparaba café y tostadas.
Alex estaba desorientado pues se encontraba en una casa extraña después de la agitación de los días anteriores. La rutina que guiaba su vida de la mano se había quebrado. Su padre no había acudido a darle las buenas noches y su madre no lo había despertado. Tampoco lo acompañaría en su regreso a la escuela, no volvería a verla nunca... Una fuerza empujó su pecho y los goznes de la puerta de las lágrimas sonaron con fuerza.
¡No!, reflexionó, si no me controlo, no podré volver con papá. Tragó con fuerza, desenredando el nudo que se había formado en su garganta, y se vistió con presteza. Cuando acudió a la cocina, un cuenco con cereales descansaba sobre la mesa, al lado de un vaso con zumo de naranja natural. Su abuelo, que estaba leyendo el periódico mientras bebía su café, levantó la mirada y lo saludó con efusividad.
—¡Buenos días, campeón! ¿Qué tal has dormido?
—Bien —dijo Alex en voz baja al tiempo que se sentaba en la mesa.
No tenía muchas ganas de comer, es más, solo el olor a comida le daba ganas de vomitar, pero aun así engulló todo lo que pudo. Su determinación por volver con su padre era mayor que aquellas náuseas que comenzaba a sentir ya desde primera hora.
Mientras desayunaba su abuela se sentó a su lado, acariciándole el pelo y girándose hacia él para preguntar:
—¿Estás nervioso, cariño?
Alex negó.
No mentía. No veía con muchas ganas el regreso a la escuela, pero tenía que hacerlo si quería volver a su casa. Cuando todo volviera a la normalidad, él retornaría con su padre. Simple. Hasta entonces se portaría bien.
—Ya tienes ganas de ver a tus compañeros, ¿no?
Asintió.
—¿Cómo se llamaba tu nuevo profesor?
—Profesora. Tamara. Se llama Tamara —dijo mientras resoplaba de alivio.
Hasta el año anterior su profesor había sido un hombre muy puntilloso, el señor Martínez. Solo le preocupaban dos cosas: la puntualidad y las faltas de ortografía. Para esto último disponía de un infalible radar. No se le escapaba una. Alex estaba contento con el cambio, su nueva profesora era más amable y mucho más joven. Lo que para él significaba más paciente.
—Tendré que ir a hablar con ella un día de estos... —concluyó Marta adquiriendo un aura gris tras pronunciar sus palabras.
Alex se preguntó por qué tenía que hablar con Tamara, pero no dijo nada.
La mañana era cálida. El sol resplandecía con fuerza y no había una sola nube que enturbiara el azul anaranjado del cielo. Al salir a la calle los recibió un ambiente bañado por la tonalidad ambarina del amanecer.
Los comerciantes abrían sus negocios, los transeúntes caminaban impulsados por la buena temperatura, los pájaros trinaban, los perros movían sus colas con energía, y Alex sentía una profunda envidia. Todos eran felices, nada los molestaba. Podían caminar silbando de camino al trabajo porque carecían de preocupaciones. Nada, ningún acontecimiento acababa de truncar sus existencias, de hacerlas mutar para siempre. En cambio, él estaba enfurruñado y tenía que poner buena cara. No era justo. Pero eso lo había aprendido en los últimos días, la vida no era fácil, y menos para un niño al que le afectaba todo más de lo normal. En su cabeza había nacido ya la primera cana.
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Primer Mordisco
Horror«Aquel día cambio la vida de mucha gente, las vidas de todos nosotros. Nos desvió, pero... De alguna manera también nos dio impulso. Como un tsunami, como... Somos como réplicas de un terremoto. Cada uno de nosotros vibra, se mueve impulsado... impu...