XXX Luz

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No llegó a sentir el contacto. Todo se quedó en silencio.

Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue un filo cubierto de sangre a pocos centímetros de su cara. La hoja de metal emergía del pecho de la criatura, que se había quedado completamente inmóvil con los brazos muertos a los lados de su flácido cuerpo. Acabó derrumbándose hacia un lateral empujado por la persona que lo había ensartado.

Un temblor se extendió por los brazos de Alberto, quien trataba de enfocar su mirada para contemplar el rostro de su salvador. Frente a él, con una adusta expresión en el semblante, se encontraba erguido un adolescente de pelo castaño y mirada triste e interrogante. Le atravesó el cráneo a la criatura del suelo con un único movimiento. Solo envainó la espada, con un torpe y lento movimiento, una vez hubo limpiado el filo con la ropa del infectado. Tras esto, su tensa expresión mutó y sus labios se estiraron, dejando entrever una sonrisa forzada que no conseguía esconder toda la melancolía de sus ojos.

—Ha ido de un pelo — y estiró la mano, ofreciendo su ayuda a un hombre que todavía no había procesado el shock que acababa de sufrir y notaba la frente cada vez más caliente.

—Gracias —murmuró tras aceptar la sudorosa y templada extremidad que se le ofrecía.

Cuando recuperó la verticalidad pudo comprobar que el joven era poco más bajo que él, pero carecía de cualquier atisbo de duda. Irradiaba confianza.

—Vamos. Tenemos que darnos prisa. Su voz —dijo con un tono lúgubre y señalando el cuerpo —debe de haber alertado a media ciudad.

Dicho esto, se dio media vuelta y volvió al comedor. Antes de que pudiera seguirlo, Alberto escuchó pasos a su espalda y se volvió aterrorizado. Al fondo del corredor se encontraba, resoplando, Martín.

—¿Qué pasa? —preguntó desconcertado.

—Nada —mintió. No tenía el tiempo ni las ganas para contarle lo ocurrido—. ¿Has encontrado algo? —desvió la conversación esperanzadoramente.

El otro hombre negó con un gesto de cabeza.

—Hay alguien en la cocina —sentenció Alberto.

Comenzó a caminar hacia el comedor, pero no consiguió dar más de dos pasos sin tambalearse. El pasillo empezó a moverse, a volverse inestable. Veía las paredes como si se encontraran justo encima de una llama, ondulantes y difusas. Se apoyó en uno de los tabiques, tratando de calmarse, y se estrujó el puente de la nariz, tratando de mitigar la sensación de naufragio que lo embargaba. Sintió como Martín llegaba a su altura y se detenía para rebuscar algo en su mochila.

—Toma, esto te ayudará —dijo ofreciéndole una pastilla y la misma botella de agua que había sacado en la farmacia.

Se tomó la medicina sin rechistar y, casi al instante, pareció sentirse mejor. Retomó el camino con el otro hombre pegado a sus talones. El joven que le había salvado la vida se encontraba junto a la puerta de la cocina, pero no había conseguido que los del otro lado la abrieran.

—¿No lo entendéis? Dentro de unos minutos en este edificio se concentrarán los monstruos de toda la ciudad. —Trataba de ser persuasivo aún con el deje de desesperación que acompañaba su voz—. Tenemos que marcharnos de aquí, rápido.

Sus palabras parecían haber hecho mella en los ocupantes de la cocina, pues se oyeron pasos inquietos al otro lado. Transcurrieron unos segundos eternos, pero al final se escuchó el sonido de una mano liberando la cerradura. La puerta se abrió con un leve chirrido que pasaría desapercibido de no ser por la mudez total en la que se había sumergido todo el lugar.

Los tres estaban plantados frente a la puerta, se habían ido acercando lentamente, y la sorpresa conquistó sus caras cuando al otro lado apareció la figura de una mujer confusamente hermosa. Era joven, no más de treinta, y en otras circunstancias habría sido una auténtica belleza, pero aun detrás de aquella mirada ojerosa y asustada, casi suplicante, y debajo de aquel pelo enmarañado y desordenado, había un encanto que no podía ser escondido por la mugre y el recelo. Es más, aquella aura de melancolía, incrementaba su fragilidad y acentuaba sus atributos.

Se agarró la muñeca con la mano para reprimir los temblores que sufría y permaneció allí, en la semipenumbra, sin decir nada, sin moverse.

—¿Estás tú sola? —preguntó el adolescente con tono afable. El chico era el único que parecía mostrarse sereno ante aquel perturbador y atrayente influjo.

Ella negó y se hizo a un lado para que todos vieran al niño que había sentado al fondo de la habitación. Solo su rostro era visible, el resto de su ser se encontraba escondido tras un manto de tinieblas.

—Los demás se han ido —habló por fin, con una voz trémula y suave, tremendamente delicada y constante, como si pudiera romper el universo hablando en un tono normal.

Alberto abrió bien los ojos y pasó al lado de la mujer. Las lágrimas le anegaban los ojos y su boca no podía emitir sonido alguno. Aunque deseaba gritar, reír, llorar, dar gracias... su cuerpo no respondía. Hizo lo único que sus músculos le permitieron: abrazar a su hijo.

—Alex —dijo al fin, separándolo un instante de su cuerpo y exponiéndolo a la luz del sol que se filtraba por una de las minúsculas ventanas situadas en la parte superior de la pared.

El chico tenía mal color, estaba extrañamente pálido, con la mirada perdida, ajeno a los hechos que estaban teniendo lugar allí. Le tocó la frente y comprobó que estaba ardiendo. No tardó mucho en percatarse de que su cuello estaba cubierto por un feo vendaje blanquecino, con una mancha negruzca en el centro. Como si un vampiro lo hubiera atacado, la herida se encontraba justo debajo de la oreja izquierda.

—¿Esto...? — comenzó a decir Alberto, pero el silencio se había instalado en el comedor, y la quietud.

No habló nadie, los grifos dejaron de gotear, las moscas aterrizaron, los corazones se detuvieron, y el padre, aún con su hijo en brazos, interrogó a la mujer con la mirada.

—Intentábamos escapar... Ayer nos... nos quedamos sin comida. Intentamos salir por la puerta de atrás —hablaba nerviosa, al borde del llanto, sin apartar la vista de la pared que había al fondo—. Parecía tranquilo... El camino parecía tranquilo. No había nadie... No sé de donde salió... —La luz proveniente del salón destellaba en sus vidriosos ojos mientras un par de lágrimas calmadas se deslizaban por su rostro, despacio, sin romper la tranquilidad del momento—. Lo siento.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora