XXI Ciclo viral

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Alberto era un copiloto lívido, vacío de cualquier emoción. No podía sentir ni el dolor que le corroía el pecho. Permanecía inmóvil, con la mirada enredada al infinito. No recordaba nada de la escena anterior, solo el dolor y la voz del ser que lo había atacado: al principio potente, vibrante, y al final agonizante contra el asfalto, desgastada, rota como su cuello. La desesperación lo consumía, una oscura sentencia pendía sobre él, estaba destrozado... Y entonces escuchó la voz de Martín.

—Existe cura —dijo este sin más. No podía soportar contemplar, sin decir nada, el estado en que había quedado su compañero de viaje—. Existe cura.

Alberto tuvo que pensar con calma lo que acababa de escuchar, pero cuando comprendió lo que le acababan de decir solo pudo responder con un incrédulo y susurrante "¿Cómo?".

—Hay una cura. Tienes posibilidades de sobrevivir —trató de ser lo más convincente posible, por lo que exhibió su mejor sonrisa.

—¿Puedes curarme? —terminó preguntando tras otro momento de meditación, clavando una incisiva mirada en el conductor.

—Yo no, pero hay un antiviral. Antes de que la enfermedad invada todo tu organismo necesita un tiempo, algo así como un periodo de adaptación. Tarda entre dos y tres días. Si queremos asegurarnos de que sales de esta debemos inyectarte el antiviral en las próximas cuarenta y ocho horas —terminó de decir esto y no se calló. No podía dejar hablar, pues cuando lo hiciera comenzaría el tercer grado—. Tras los tres días, tres días y medio en los casos más favorables, la infección es irreversible. Lo curioso es que...

—¿Cómo sabes tú eso? —lo interrumpió.

Martín detuvo el vehículo en el arcén, ya se habían apartado lo suficiente como para dejar atrás a todas las criaturas que los perseguían, y se encontraban cerca de la entrada de la ciudad. Los árboles y el desnivel impedían ver el panorama que les aguardaba allí, pero la urbe estaba a un tiro de piedra.

Alberto creyó que su compañero se había parado para responder a su pregunta, por lo que dejó que Martín rebuscara entre las cosas que acababa de coger en la gasolinera.

—Hay que curar esa herida —dijo con algodón en una mano y alcohol en la otra.

—Responde. ¿Cómo sabes todo eso? Lo del virus y el antídoto, el tiempo que me queda... —lo agarró de las manos y acercó su rostro—. ¡Habla! —gritó con autoridad.

—Está bien —aceptó Martín tras sopesar sus posibilidades.

Y habló. Le contó acerca de la investigación que habían realizado, sobre el abrupto final de la misma y el acuerdo al que había llegado con Edgar.

—Después de aislar el virus y de hacer las pruebas con animales comenzó a ponerse extraño. Nos hicieron traspasar el límite de lo legal y comenzamos a experimentar con reclusos. Poco después de eso yo dejé la investigación...

—¿Por qué no lo denunciaste? ¿Por qué no recurrir a la policía? —lo interrumpió atónito. Había permanecido en silencio durante la mayor parte de la disertación, por respeto o interés, pero al final no pudo contenerse.

—No es tan fácil. ¿A quién debería recurrir? ¿Cómo decirlo? Al fin y al cabo, yo también había participado casi hasta el final del proyecto —movió la cabeza, negando, con la mirada en el regazo. Estaba avergonzado—. Hay más. Quien financiaba la investigación era una persona muy poderosa, o eso nos dieron a entender. No es que trate de justificarme ni mucho menos. Lo que quiero decir es que el hecho de que yo hubiera hablado no habría cambiado esto, seguramente...

—Eso no puedes saberlo —escupió con asco.

Martín asintió.

—Ya.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora