El peligro de amar demasiado a nuestros personajes

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Siempre digo que para conocer de verdad a alguien sin arriesgarnos a que nos mientan o nos oculten cosas solo hay que leer lo que escribe. Más allá de su forma de narrar y las expresiones y/o palabras que use, hay algo infalible a lo que Charles Mauron denominaba el fantasma de un escritor, porque sí, en la Literatura sí existen los fantasmas y sí son metafísicos y poco frecuentes de encontrar a simple vista.

Lo que en la psicocrítica llaman el fantasma no es más que la simbología, temáticas y carácter en los personajes que se repite con pocas variaciones a lo largo de las obras de cada autor/a que a su vez, conforma, junto a otras cosas, el estilo, porque no solo de buena ortografía vive el escritor. Recuerden que una cosa es saber escribir y otra saber contar historias. La meta es aprender a hacer las dos cosas igual de bien.

En vez de intentar explicarlo con palabras, dejaré esta imagen por aquí que creo que es muy significativa a pesar del humor, porque no le falta razón.

Lo que puede parecer una sospecha se convierte en una evidencia cuando llevamos seis libros de Murakami y siempre cobra protagonismo el jazz o los gatos, entre otras muchas cosas

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Lo que puede parecer una sospecha se convierte en una evidencia cuando llevamos seis libros de Murakami y siempre cobra protagonismo el jazz o los gatos, entre otras muchas cosas. Sabemos que a Murakami le gusta esa música y ese animal, pero también podemos averiguar qué tipo de mujeres le atraen. Me atrevería a decir, además, que él siempre fue un hombre solitario e introvertido a la par que estricto consigo mismo y pulcro. Todos sus protagonistas, tengan la edad que tengan, desde Kafka a Tazaki, comen solos, van al cine por las noches cuando se aburren y limpian los platos después de comer.

Salen un montón de historias con diferentes combinaciones de ese bingo que no es nada más y nada menos que el propio cerebro del escritor, condicionado por sus circunstancias sociales y culturales. Dejamos pedacitos de nuestra alma cuando escribimos.

No somos robots, contamos con intención, aportamos gotas de humanidad y realismo a nuestro personaje con sangre propia. Son nuestros hijos y por tanto, llevan nuestros genes. A veces es más evidente que otras pero siempre hay detalles que permite conocer el tipo de persona que es cada escritor.

Yo he creado muchísimos personajes. Desde una mujer lesbiana que cree ser esquizofrénica, a un chaval gay caza-nazis, una prostituta siria con las ilusiones rotas, un informático secuestrador o un escritor frustrado que se enamora de una menor de la forma más asexual que se podría imaginar. Nunca me he prostituido, no padezco esquizofrenia, soy heterosexual y como mucho, podría decir que heterocuriosa si me ponen en el aprieto, ni tengo afán de asesinar de una paliza al hijo de un comisario. Pero todos tienen algo mío.

Pinceladas, algunas veces más frecuentes que otras. Quizás una de mis protagonistas posea el mismo sarcasmo que yo uso en mi día a día y compartamos dolor; puede que yo experimente la sensación del escritor cuando crea algo porque quiere y no porque tiene que comer. Incluso una de mis antagonistas, un personaje que casualmente está basado en alguien que sí conozco y me fascina, a la par que asquea, tiene detalles con los que uno puede adivinar parte de mi personalidad.

No sé a qué huelen las nubes | Reseñas y recomendacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora