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Chichen Itzá, México

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Chichen Itzá, México

Marzo 1993

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Silencio...

Luz...

Azul...

Agua...

La corriente profunda y suave arrulla mi eterna soledad. Se evapora en burbujas que huyen hacia la superficie, dejándose llevar a cada rincón y de un cenote a otro. En la profundidad, el útero de la tierra susurra en mis oídos, haciéndome dormir una y otra vez debido al eco que acompaña a las gotas guardadas en la tierra, derramando su pureza sobre mí y enriqueciendo todo aquello que albergo en mi hogar.

Nadando por debajo, la arena pálida y suave roza mi vientre infinito al esquivar todos aquellos vestigios que adornan los cuerpos muertos, desgastados y antiguos, mismos que saludan a diario desde su sitio: medio hundidos en la histórica tierra, recordándome aquel genocidio profanado en mi nombre. Podía sentir a cada uno sin necesidad de mirar a los ojos que ya no existían en ellos. Algunos eran tan pequeños, otros estaban llenas de juventud e inocencia, y otros más mostraban su fortaleza con sólo ver sus huesos, los cuales ni la eternidad misma había podido destruir.

Subí hasta la superficie, donde el paraíso me recibió para saborear el día cálido. Todo estaba vestido de distintas tonalidades de verde y azul. Algunos insectos aleteaban, haciendo eco junto con los pajarillos que cantaban cerca del cenote. Respiré el perfume húmedo que cobijaba mi hogar, ese aroma de las hojas de las plantas y sus resinas cuando estaban naturalmente heridas. Me arrastré sobre la plataforma de piedra antigua y me quedé allí, llenándome de todo aquello que hacía que mis plumas se nutrieran y en ellas se reflejaran los mismos colores que ahora veía. No fue hasta que el sol cedió su lugar a la luna que decidí hundirme nuevamente en la profundidad, logrando acomodar mi longitud alrededor de los cuerpos. Giré en torno a ellos, deslizándome sobre mi propia piel, descansando y arrullándolos, permitiendo que nuestras almas se fundieran en un inmenso sueño astral, envueltas en el recuerdo de sus vidas antes de ser arrojados en las profundas y frías aguas que desde entonces fue su hogar. 


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Los destellos de luz llegaron a las profundidades, deslumbrando mis sueños y obligándome a abrir los ojos lentamente. Era 21 de marzo y el motivo de mi descenso por el templo entibiaba las aguas que me permitían sentir a las almas que ya esperaban por mi luz. Giré sobre mi propia eje, continuando alrededor de los cuerpos, y pude notar que algo había cambiado: mi cola de largas y libres plumas había descansado de manera equivocada sobre dos osamentas que con el paso de la noche había logrado remover. El cuerpo de un guerrero de clara fortaleza descansaba su cráneo sobre los restos del dorso de una joven virgen, quien después de tantos años aún llevaba en la costilla más cercana al corazón un puñal de obsidiana con plumas pintadas de azul y que todavía se sujetaban a la empuñadura teñida del mismo color. Aquella joven siempre me había recordado a mí misma y a todo lo que esas almas representaban para mí; una daga en el corazón.

LUCIÉRNAGA ROJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora