─ ─ ─● 𝖫 𝗎 𝗓

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D I E G O

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D I E G O

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Cuerpos iban y venían, entorpeciendo la fluidez de los que recién llegábamos. Negándome por completo a que alguien me ayudara a estacionar el auto, me filtré entre los caminos improvisados y aparqué en una orilla, sabiendo que, si salía en condiciones fatales de ese lugar, encontrar el auto en la penumbra resultaría un problema. Habíamos llegado hasta una bodega abandonada a la que habían adaptado para hacer diversos eventos o conciertos pequeños. Esa noche, unos amigos de la universidad estarían dando un concierto. A decir verdad, nadie nos sentíamos con los ánimos de asistir. Lalo estaba de mal humor, pues era su cumpleaños y no dejaba de patalear, implorando que nos largáramos y festejáramos en el mismo bar de siempre. Pero, todos nos habíamos comprometido con los chicos del grupo, y, a modo de salir de la rutinaria vida nocturna, allí estábamos.

En el recibidor, pagamos nuestras entradas, mientras que un chico, quien se había encargado de la reservación, nos esperaba para guiarnos hasta nuestra mesa. En el camino por los interiores, me distraje inspeccionando aquel lugar; haciendo un par de críticas mentales. Subimos por un elevador metálico que amenazaba con destruirse en cualquier minuto, enmarcado por grafitis iluminados por tenues luces rojas, casi como si nos advirtieran por algo.

El lugar tenía pinta de ser clandestino, y a ciencia cierta, no sabía en dónde estaba metiéndome. Lo que se suponía que debía ser una bodega, en realidad eran las estructuras iniciales de un edificio. Llevando claro que, aquello lo habían abandonado mucho antes de que siquiera tomara forma. Todo en su mayoría estaba cubierto por concreto, muros a medio terminar, grafitis, rejas y acero. Era obvio que el sitio no estaba adaptado para un club nocturno. De modo que, quien sea que fuera el dueño, solamente se plantó allí y despilfarro en luces y bocinas. Porque era lo único que había allí: un montón de buena iluminación y sonido que me estaban reventando los órganos.

(♪) El eco de las guitarras nos dio la bienvenida, como aire que te golpea sobre la cara violentamente. Mi pecho vibró inmediatamente ¿Qué demonios es esto? Me pregunté, una vez que las puertas del asesor revelaron todo lo que acontecía. Era como haber descendido al infierno... Para ser exactos, en la sección de la lujuria. Por lo alto de las cabezas, unas cuantas mujeres vestidas de negro y enmascaradas, bailaban con descarada sensualidad. Una, en especial, atrapó mi mirada, sacándome el aire. Se encontraba en el escenario, empoderando al grupo musical que se presumía igualmente enmascarado.

La chica portaba un penacho negro, pero este era de mayor tamaño; tan imperial y acorde a toda su figura, teñida del dorado que le regalaban las llamas que hacía bailar a su alrededor. Estas le penetraban la piel como si fueran una misma, siguiendo perfectamente su contorno cuando sus caderas se movían de un lado al otro, esculpiendo aquellos huecos donde el fuego no lograba penetrar. Y el resto de la piel que tocaba, brillaba en oro radiante. Ella giró, extendiendo sus brazos como alas dibujadas por las llamas, meneando sus caderas hacia abajo y luego hacia arriba, siempre con el fuego adornándole la piel, a veces rápido y otras veces tan lento que me calentaban los huesos.

LUCIÉRNAGA ROJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora