─ ─ ─ ─ ─ ●●●● P ᴀ ɴ

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D I E G O________

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D I E G O
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Abrí los ojos, encontrándome con la forma más bella de despertar: Sophía, sentada en la esquina de mi habitación. Abrazaba sus rodillas, dejando visible la extensión de sus muslos sin permitirme ver más allá. El polvillo rojo casi se salía de su cuerpo, causando que se me apretara el pecho. Su cabello estaba mojado, cayendo tan pesado y salvaje a sus costados. La luz del sol llenaba de blanco la habitación, resaltando su palidez y contrastando sus mejillas y labios rosados. Me miraba desde su sitio como si fuera yo, un espécimen que no reconocía y quise reírme por ello, sabiendo bien que no debía de recordar nada, y seguro de que estaba preguntándose cómo mierda había llegado hasta allí.

El resto de la mañana apenas contestó lo que le preguntaba. Continuó mirándome raro hasta lograr preocuparme, pues no sabía si algo iba a mal o bien. Ya que, podía sentir ambas sensaciones retorciéndose en mi sistema, empujándose una con la otra. Dentro de su piel, también se vivía una guerra boreal entre el rosado y el amarillo.

Saliendo de mi departamento, lució como un animalillo desorientado, tan decidida a huir de mí, pero su cuerpo no sabía dónde se encontraba ni hacia dónde dirigirse. Pese a como ella se sintiera y me hiciera sentir, decidí que iba a disfrutarla lo más posible. Disimulando mi alegría, la guie hasta el ascensor, mismo en el que nos topamos con un vecino, y mientras presentaba como su novia a la chica que lo acompañaba, el muy descarado se tomó el tiempo para recorrer el cuerpo de Sophía. Me retorcí dentro y deseé poder presentarla como mi novia también. Dentro del elevador, continuó registrando cada parte de ella, dirigiéndose a mí con la mirada, dándome su aprobación y cuestionándome nuestra situación; todo esto con los puros ojos y gestos. A mi lado, la luz boreal de Sophía se movió alocadamente, hasta que logramos salir del ascensor, despidiéndonos.

(♪) Caminando dentro de la plaza, llegamos a un restaurante en el que solía comer muy a menudo. En el camino hacia nuestra mesa, me encontré con el chef. Lo saludé y le pedí que nos llevara una canasta del mejor pan que se horneaba allí, pues era la especialidad. Ya en nuestra mesa, Sophía se perdió dentro de la carta del menú y de vez en cuando me regalaba esa mirada que había llevado toda la mañana. Solo que, esta, se le había agregado un toque de algo que no me gustaba. Era una especie de recelo que no había estado allí antes. Yo sonreí, pues su braveza tan pura era enloquecedoramente preciosa que, cada vez, me costaba más y más lidiar con todo lo que me hacía sentir.

Pasados unos minutos, el chef dejó la canasta con el pan recién horneado. No quise perderme ni un detalle de la reacción de Sophía. Recordaba perfectamente lo mucho que adoraba el pan y deseaba que regresara por completo a mí, pues su silencio comenzaba a ponerme nervioso. Ella miró de reojo hacia el centro de la mesa, y como una niña que había descubierto el tesoro secreto de los dulces, bajó la carta del menú con discreción. Un brillo tan intenso cubrió sus ojos y sonrió enseguida, como lo haría cualquier niña al saber que todos los dulces del mundo eran solamente para ella. El recelo se esfumó, permitiéndose brillar con tanta vida como la luciérnaga roja que era.

LUCIÉRNAGA ROJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora