─ ─ L ʟ ᴜ ᴠ ɪ ᴀ

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( ♪ ) El vacío se sentía como si se desprendiera de mi cuerpo, junto con una tristeza que ahora se veía lejana. Durante años había logrado contaminar mi propio sistema, convirtiéndome en mi peor enemiga. Afectar a mi madre no fue culpa mía, sobrevivir fue mi primera guerra, nacer fue otra. Y el hecho de haberlo conseguido no significaba que tendría una vida libre de dificultades. Fui presa de mi propio ego al desear una vida perfecta, ser perfecta y jamás cometer errores. Pero, esa era la cuestión: no tenía la vida perfecta y la que había tenido la odié, incluso teniéndolo todo. Mi cuerpo no era perfecto, ni tenía las características que hubiera deseado, pero nadie podía diseñar su propio cuerpo y yo me odié por eso.

Odié la persona que era porque no cumplía las expectativas de nadie, ni de las propias; porque simplemente no era como yo quería ser. Me forcé a cambiar innumerables veces, volviéndome un collage de todo y nada. La inconformidad era mi segunda piel y esta terminaba por hacerme volver a mi estado y forma de ser natural, ese que tanto odiaba. No sabía quién ni cómo quería ser, pero sí sabía que no quería ni por asomo ser yo.

Odié el silencio para no tener que escucharme y amé la soledad porque se me hizo vicio maltratarme y de soñar todo aquello que me sabía tan incapaz de lograr. Abandoné mi propia vida evitando alzar la cara para que nadie me mirara, para que nadie tuviera que hablar sobre mí. Odié a las personas por no ser como yo quería que fueran, porque entregué demasiado y cuando necesité de ellos siempre me encontré sola. Odié el amor por siempre parecer que me levantaba el dedo medio y le declaré la guerra al convencerme de que no necesitaba nada de nadie, que lo podía hacer todo sola, pero resultó que tampoco supe darme nada.

Me alimenté de todo ello, de absoluta negatividad; mi propio veneno, convencida de que era una pobre víctima a la que la vida le había dado la espalda, pero resultó que era yo clavándome una estaca y culpé a otros y a todo por obligarme hacerlo. Consumí mi propia luz a causa del ego, de creer que todo era sobre mí y nada también. Nunca era suficiente o todo faltaba; insatisfecha, quejumbrosa y temerosa. El miedo se volvió un estado permanente, mutando a una fobia por la vida que tontamente disfracé de "inteligencia", "madurez" y "realismo", evitando a toda costa exponerme, experimentar, disfrutar, actuar y luchar por la vida que quería. Descubrí que no la conocía, no me conocía y no me había permitido vivirla, y ahora, recién me enteraba de que esa vida perfecta que quería, jamás la iba a tener, pues la vida sin la perfección resultaba que era eso: vida, vida pura y yo tenía las manos vacías de ella.

Tendida sobre la húmeda piedra, cobijada y nutrida por el fuego, esperaba por fin encontrarme conmigo misma. Había un poder deambulando alrededor de mi cuerpo, regodeándose entre las brasas crujientes. Ikal se movía danzando y cantando, mientras Aruma, con sus suaves manos, abría el centro de mi dorso, depositando la luz que quedaría marcada con el símbolo de mi vida, de lo que era y de un nuevo comienzo. «Está despertándose». La escuché decir. Ikal profundizó los cantos, al tiempo en que un montón de fragancias herbales me abrazaron. Me concentré en imaginar un millón de luciérnagas esperando por mí fuera del cenote, y con el dolor extendiéndose en mi centro, me sentí nacer lentamente entre una luz que siempre estuvo allí y que nunca le permití brillar. Pero, repentinamente, comprendí que no existía luz intensa sin mayor oscuridad; que las tres estaríamos siempre unidas una de la otra. Y así, ante esa nueva convicción, la oscuridad nos estrechó en sus brazos una vez más.

LUCIÉRNAGA ROJADonde viven las historias. Descúbrelo ahora