Prólogo

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Había momentos en la vida que duraban una eternidad.

Después de todo nadie sabía, a ciencia cierta, cuánto duraba un instante. Un instante podía ser perfectamente una eternidad, para quien lo viviera, para quien lo sintiera. Ella no necesitaba recordarse que el tiempo era de las cosas más subjetivas del mundo, mucho menos ahora, pero no podía evitar estremecerse de pies a cabeza al considerar que su existencia se detuviera en ese, y aquel segundo, aquel jueguecito estúpido del minutero, la marcase de por vida.

Le encantaría decir que no escuchó nada, que no entendió nada, que su cerebro había hecho oídos sordos y decidido pasar por alto cualquier información que la alterase. Pero ella no era así, nunca lo había sido, y probablemente nunca lo sería. Al instante en el que su mente veía una potencial amenaza trataba de erradicarla con una velocidad alarmante, típica de una prodigio, pero que aun así podía resultar cansador.

Nunca había un solo milisegundo de paz en esa cabecita, porque siempre vivía maquinando cuál sería su próximo paso, su nueva idea, su original despertar. Se había caracterizado toda su carrera por ser así, despierta y vibrante, no podía simplemente quedarse en blanco ahora y no ponerse a hacer una lista de pros y contras dentro de sí, creando una balanza que era mucho más desfavorable que otra cosa.

Pero, incluso así, y teniendo el cerebro que tenía, se la había pasado la fecha completamente.

Una fecha que años atrás le producía noches sin dormir, con horas interminables observándose en el espejo tratando de decidir si había tomado la decisión correcta o acaso aquella era la peor idea que había tenido en todos sus años en el planeta. Una fecha que años atrás le hacía romper en llanto, y romperse el alma para mostrar que si estaba donde estaba en ese momento era por su talento y que debía hacerlo valer, que debía hacerse valer.

El tiempo, algo tan intangible y confuso como excitante, había curado sus heridas hasta que apenas recordaba que las tenía.

Apenas, claro, porque en ese momento fue como si alguien metiese el dedo dentro de ellas y les echase sal, a ver si escocía. Y sí, joder, que el escalofrío que le recorrió la columna no fue para nada normal, fue inquieto, hizo que sus emociones se revolucionasen y no pudiese controlarlas como estaba tan acostumbrada. El semblante se le oscureció instantáneamente y no pudo evitar apretar los labios con fuerza, en una línea recta.

Sin embargo, se mantuvo callada, fingiendo ser impasible, clavando la vista en el Museo de Cera Madame Tussand que le devolvía la mirada del otro lado de la ventana del hotel; le fascinaba ese lugar, y no era de extrañar, ya que sentía cierta debilidad hacia los detalles en la perfección, y aquel sitio era de los más exactos en el mundo para disfrutar.

Había perdido la cuenta la cantidad de veces que se había perdido entre las estatuas de cera, pensando en qué sentirían sus contrapartes humanas al tener versiones de sí mismas en ese material. ¿Orgullo, quizá? Ella sentiría miedo, porque a simple vista el reemplazo o confusión era probable, y algo que Aitana Ocaña le ponía mucho énfasis en su día a día era a nunca, jamás, ser confundible.

Los turistas entraban como abejas atraídas al néctar de la flor, insaciables. Pero ella no los culpaba, porque también podía ser que les llamase atención la fuerza del aire acondicionado allí dentro para contrarrestar con el clima del verano. En su otra vida esos escasos 20° no eran nada del otro mundo, una tarde de primavera, quizás, pero en su actual entendía porque se podría querer buscar refugio de la cúspide caliente que tenía para ofrecerles Ámsterdam.

—Aitana —le llamaron, otra vez—. ¿No tienes nada para decir?

Tonta de ella, que debió asumir en el instante en el que su madre puso un pie en la habitación y le habló en español, que lo siguiente que pasaría sería un desastre de proporciones épicas, como siempre que decidía utilizar su idioma de cuna para contarle algo.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora