Capítulo 11

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Algo que Aitana aprendió luego de descubrir que sufría de claustrofobia fue a relativizar el problema y minimizarlo, tratando de no enraizar el miedo en la posibilidad de que ocurriera una catástrofe, conociéndose las estadísticas de la frecuencia de los accidentes en los lugares más propensos a sentirse así.

Los ascensores eran uno de esos sitios, pero los accidentes eran raros. De hecho, el índice de mortalidad que había calculado según internet era de 0,00000015% por viaje. Conocer las estadísticas le ayudaba a tranquilizarse, y era algo que siempre traía a colación en su mente cuando se sentía ansiosa dentro de uno, recordándose a sí misma que la probabilidad de que ocurriera un accidente era muy baja.

Lo tenía tan normalizado que casi no le prestaba atención.

Mal mantenimiento y errores de usuario, como tratar de salir de un ascensor que estaba detenido entre dos pisos, eran dos de las causas más frecuentes de accidentes. Sin embargo, debía reconfortarse pensando que todas las ciudades exigían la inspección y el mantenimiento frecuentes de ellos, además los errores de usuario no tenían por qué ocurrir si se quedaba quieta mientras estaba allí.

Pero esa vez no se había podido quedarse quieta y ahora estaba pagando el precio.

Sabía que Luis estaba hablándole porque veía sus labios moverse, pero no le oía, no escuchaba nada por encima de los latidos de su propio corazón que le hacían eco en el cerebro. Podría jurar que se había tragado un megáfono, y ahora toda España podría escuchar como bombeaba sangre desbocado, ahogándose en sí mismo.

Le parecía que él estaba excusándose, pero no podía prestarle atención, aunque tampoco le estaba poniendo mucho empeño en hacerlo. Una vez esas palabras abandonaron su garganta se sentía con un peso menos encima, porque las tenía atrapadas desde que oyó como le recriminaba hacía momentos atrás.

Ella no destruía todo lo que tocaba.

¿O sí?

Aturdida como estaba reaccionó cuando él, presa del pánico, le cogió una mano impidiendo que siguiese apretándosela contra la cara. La separó y la puso entre las suyas, hablándole. Ella logró focalizarse unos segundos, falta de aliento, y le pareció entender más o menos lo que le decía.

—S-Soy claustrofóbica. —Logró soltar, en susurros casi inaudibles.

—Joder. —Soltó él, llevándose la mano derecha a la frente.

Fue la primera vez que Aitana notó que no llevaba sus pulseras. Frunció el ceño, y sus ojos viajaron hacia su otra mano, apoyada en el suelo a un lado de su cadera, y la encontró desnuda también.

Nunca había visto a Luis sin ellas. Jamás. No se las quitaba ni para bañarse.

—Vale, necesito que me prestes atención, Aitana —dijo, con firmeza, tanto que a ella se le pusieron los pelos de punta—. Necesito que apoyes una de las manos en tu pecho, y la otra en tu estómago. —Sin embargo, la catalana seguía tiesa, inmóvil, temblando como una hoja en una tormenta—. Por favor —rogó, con temor. Ella le soltó la mano y le hizo caso, a duras penas—. Inhala por la nariz por unos cinco segundos. Debes alzar la mano que está en el estómago y dejar relativamente quieta la mano que está en el pecho. —Se arrodilló frente a ella, haciendo los movimientos en espejo, para que le siguiera—. Aguanta la respiración por unos diez segundos y luego suelta la respiración en el transcurso de ocho segundos. A medida que sueltes el aire, la mano que está en tu estómago debe moverse lentamente hacia ti. ¿Comprendes?

Aitana tenía los ojos enrojecidos y le vibraba el cuerpo del miedo, pero asintió con la cabeza.

—Lo haremos juntos, ¿vale? —propuso, y la vio asentir otra vez, así que comenzó a hacerlo.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora