Capítulo 16

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Unos golpecitos certeros en el cristal de la puerta fueron suficientes para que dejasen de mirarse.

Y los grandes ojos azules de la murciana le recibieron a ella, acusatoriamente, mientras abría la puerta y el sonido dela música de dentro les llegaba a ambos mucho más fuerte que antes, donde parecían estar en su propia burbuja.

—¿Interrumpo algo, cielo?

La catalana tragó en seco y forzó una risa, apartándose levemente del cuerpo del gallego.

—Qué va —comentó, algo que ya le salía naturalmente ante tales insinuaciones—. Ya estábamos por entrar.

—Más te vale, que te echo de menos —rió, poniendo los ojos en blanco. Finalmente se dignó en mirar al chico frente a ella, de arriba a abajo, y le sonrió con levedad, sin enseñar los dientes—. Cepeda.

—Magnolia —dijo él, a modo de saludo con un movimiento de cabeza.

Aitana les miró unos segundos, y frunció el ceño. No le gustaba esa tensión en el aire.

—Vale, vamos antes de que alguien quiera salir fumar y se me llene el pelo de humo —apremió Aitana, empujando entre risas a la chica para que se apartase de la puerta.

Luis negó con la cabeza, mordiéndose el labio inferior sin quererlo al oírla. Recordó al instante lo mucho que ella odiaba el tabaco, y que él fumase. Pero de verdad. Lo odiaba con cada fibra de su ser, y solía empujarle a la ducha después de que saliese al balcón a encender un pitillo para que no apestase su propio piso. Y él la dejaba mandarle, porque notaba lo importante que era para ella, y sabía que en el fondo tenía razón.

Probablemente desde el período en el que se conocieron, y mientras estuvieron de novios, fueron en el que él había fumado menos en toda su vida. Llegaba el punto en el que se cansaba de tener que dar tres millones de vueltas antes de poder besarla, y optaba por simplemente no prender el cigarrillo que le quemaba el bolsillo, si después de todo sus besos eran una adicción mucho más fuerte que la nicotina.

Pero eso también le llevó a pensar en el recuerdo más próximo relacionado con eso: ella quitándole el cigarro de la mano y pisándolo con el tacón en la gala de su obra, con el mismo ímpetu que tenía cuanto estaban juntos, cuando le importaba la salud de sus pulmones.

Pensar que ahora podía llegar a fumarse una caja al día, y que ni siquiera era solo tabaco, podría provocarle un infarto a ella.

Claro, sí le seguía importado él como antes.

Que lo dudaba, honestamente.

Entendía el interés de Aitana en mantener una relación cordial con él mientras compartiesen espacio geográfico, pero sabía que en el segundo en el que la obra dejase de estar en el Teatro Real de Madrid y ella volviese con su compañía a Holanda ese interés se perdería, como se perdió cinco años atrás.

Ella no era más la chiquilla insegura de diecinueve años que alguna vez fue, y él tenía que empezar a hacerse la idea de que el tiempo había pasado y no había estado precisamente de su lado.

La confesión de parte de ella de que sí había tenido algo con Nico Pedraza no debería haberlo pillado tan desprevenido. No debería haber creído que ella estaba siendo una monja por Europa, cuando tenía el aspecto y la personalidad como para arrasar donde quisiese, y echarse el novio que se le pusiese entre ceja y ceja. No debería haberse sorprendido, y ese era su primer error. Aitana llevaba cinco años sin deberle nada a él, y creer lo del murciano como alguna clase de traición a su memoria no era estúpido, sino lo siguiente. Era ya de imbécil.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora