Capítulo 14

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Dormir, lo que se decía dormir... pues durmió una mierda.

Perdió la cuenta de cuánto tiempo dejó ir con la vista fija en el techo, tumbada sobre el colchón, incapaz de cerrar los ojos, de dejarse llevar por los brazos de Morfeo. Era por el cierto miedo conocido de volver a oírle retumbar dentro de su cerebro, pero esta vez con ella nula posibilidad de detenerlo, de concentrarse en algo más para dejarle ir. La vulnerabilidad que representaba dormirse le ponía de nervios en ese instante de su vida.

No tenía idea de cómo iba a hacer para conseguirlo por la noche, sabiendo que cuando volviese a abrir los ojos la mariposa ya no sería una idea absurda que le explicó Belén en una tarde holandesa, sino que sería una realidad, donde debería ponerle carne y hueso una vez más.

Y pretendía retrasar ese momento lo más que pudiera.

Asumió que los mellizos estaban tan aturdidos por la diferencia horaria como ella, que ni siquiera cayeron en la cuenta que Aitana no dormía siestas, y que jamás lo había hecho. Le parecía una pérdida de tiempo, unos momentos que debería estar aprovechando ensayando o al menos estirando. Ya le parecía demasiado dormir tantas horas por las noches, menos iba a negociar hacerlo por las tardes.

Dormir era quedarse suspendido en un instante, a merced de la idea de que seguiría respirando aunque no lo hiciese consciente. Y siempre que caía en la cuenta de eso se volvía muy, muy consciente de su respiración, de que era algo automático, y comenzaba a hacerlo manual, lentamente, hasta que de pronto paraba sin darse cuenta y parecía estar a pocos segundos de ahogarse.

Algo así se sentía estando con Luis. Le salía natural quererle, estar a su lado, revolotearle alrededor siempre que tenía tiempo libre cuando él salía de trabajar; pero cuando se volvía consciente de lo que hacía paraba en seco y se replanteaba si acaso era normal estar así de pillada, tan serio, por un tío que le sacaba diez años. Y se ahogaba. Se ahogaba un montón.

Era la perspectiva de que lo suyo era para siempre que le aterraba, eran sus amigos haciendo chistes sobre que él estaba a dos días de pedirle matrimonio, eran las charlas a las tres de la mañana sobre la posibilidad de mudarse juntos a un piso más grande que el de él así quedaba espacio para el armario de la catalana que ya de por sí era más espacioso que todo el apartamento.

Ella se reía y pensaba que con tal de vivir con él dejaría toda su ropa atrás, y se vestiría con la de él hasta que se pusiese de moda parecer una bolsa con patas.

Además, haría cualquier cosa con tal de dejar de vivir con su madre. Cualquier cosa con tal de dejar de tener que pasar los fines de semana con su padre, llevando un cargamento de un lado a otro, como una mula de carga. Al fin de cuentas, ¿quién dijo que ser hija de padres divorciados era fácil?

Que mamá hablaba mal de papá. Que papá hablaba mal de mamá. Que mamá y papá no se ponían de acuerdo con cosas básicas sobre su futuro. Que mamá y papá la usaban de mediadora para sus discusiones estúpidas.

Así aprendió que nunca quería ser como ellos. Ella quería querer, querer para siempre.

Pero encontrar a Luis tan pronto en su camino no era algo que ella esperase, no. Esperaba enamorarse hasta las trancas mucho más mayor, de un bailarín como ella, alguien que compartiese su misma pasión, alguien quien entendiese las cosas de las que hablaba sin tener que ponerse a buscarlas en internet.

Definitivamente no esperó enamorarse de un ingeniero frustrado con su trabajo de oficina, con un tío de veintinueve años que usaba un traje que apenas podía costear dos veces por semana para ir a reuniones sobre proyectos que no le importaban en lo más mínimo. No esperó enamorarse de ese gallego que se mudó de su querida comunidad autónoma para hacer la universidad, y que después había conseguido trabajo y la idea de volverse le parecía tonta. No tenía por qué, en realidad, ya que su familia solía ir a visitarle a menudo, incluso antes de que fuese una estrella de la música.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora