Capítulo 1

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Como si toda su vida no fuera ya una película con un pésimo guion y un director que no sabía combinar planos con momentos exactos y música de fondo apropiada, él se despertó con los rayos del sol golpeándole el rostro con insistencia, avisándole que aquella mañana de verano estaba más que lista para empezar, y que su tiempo en ese sitio estaba más que acabado.

Tardó varios minutos en relacionar tiempo y espacio como para entender dónde estaba, específicamente, pero al no reconocer la cama en la que su cuerpo descansaba, ni la espalda que le daba los buenos días delante del Sol radiante, no fue difícil el unir los puntos de lo que había pasado la noche anterior.

El dolor de cabeza que le presionó el cerebro apenas trató de incorporarse fue un gran llamador de memoria, también.

Hizo sonar los huesos de su cuello y espalda, importándole bastante poco si la persona dormida a su lado se despertaba por el sonido. Se levantó, sin más, y comenzó a vestirse con agilidad, como estaba tan acostumbrado, y corrió las cortinas de la ventana solo para no tener que volver a sentir tanta intensidad junta tan cerca de él. Sintió el colchón tronar un poco, y se volteó para encontrar a la chica moverse, como notando la falta de su cuerpo a su lado, pero él solo puso los ojos en blanco y terminó de ponerse las zapatillas.

Su móvil comenzó a sonar cuando estaba por dejar la habitación, y el rostro de su mejor amigo iluminó la pantalla. Pero por acto reflejo le colgó, como había estado haciendo desde hacía unas cuantas semanas, y retomó camino hacia la puerta, hasta que una voz se lo impidió:

—¿Huyes tan pronto, Luis Cepeda? —dijo la chica, con cierta burla en el tono al utilizar su nombre completo.

Él se recargó en el marco de la puerta y puso su mejor cara de chulería antes de responder:

—Ya sabes cómo es, preciosa. Tengo cosas que hacer —dijo, encogiéndose de hombros como quien no quiere la cosa.

—¿Me llamarás? —preguntó, curiosa, aunque sabía la respuesta.

El gallego puso los ojos en blanco, inevitablemente.

—Ya sabes cómo es —repitió, como si le diera toda la pereza del mundo el tener que formular más frases hacia ella—. Nos vemos, preciosa —anunció, pese a saber que no era cierto, y le hizo un ademán con la mano en la cabeza en forma de saludo.

No esperó a que ella contestase, porque realmente no le interesaba, y se dirigió en camino a la puerta, dispuesto a irse lo más pronto posible de aquel piso. Usó las llaves, que todavía seguían en la ranura, para perderse en la aparente infinidad del pasillo y así por fin salir del edificio de aquella chica para perderse, esta vez, en las calles madrileñas que recién parecían estar amaneciendo, pero que ya estaban abarrotándose de turistas.

Aparte de esas personas por la vuelta, tentadas a recorrerse toda la Gran Vía de punta a punta antes de que sus viajes terminasen, no había nadie más en las calles. Le extrañó, y odió profundamente que eso le extrañase, porque quería decir que todavía esperaba encontrarse con fotógrafos a cada paso que daba, y eso le hacía mal en más formas de las que era capaz de pronunciar en voz alta o incluso a sí mismo.

Le hacía mal porque recordaba la naturalidad que había perdido su vida por culpa de ellos, como detestaba con todo su ser el tener que estar siempre mirando por encima de su hombro, con miedo a cagarla de alguna forma y que justo estuviesen esos buitres tratando de captar el momento en cámara para toda la eternidad. Le hacía mal, también, porque muy a su pesar le hacía recordar que ya no era alguien relevante, y que por eso aquellas aves rastreras estaban entretenidas con otra carroña humana que no era él, porque a su cuerpo en descomposición ya no le quedaba carne que pudiesen comer, solo tristes huesos, con tristes recuerdos.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora