Capítulo 15

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—Hostiaputa.

Todos los ojos de la ronda se clavaron en ella apenas abrió la boca para decir esas dos palabras que se oyeron como una sola por la rapidez con la que las dejó salir, como si tuviese que soltar al aire de sus pulmones de repente o iba a explotar.

—No creí que... joder —dijo Alfred, quien instantáneamente dejó de bailar y le rodeó la cintura con su brazo a su novia, quien parecía que iba a caerse del susto.

—Él había dicho que no... —balbuceó Roi, chapuceando entre letras, incapaz de hilar sus ideas.

—¿Deberíamos decirle que...? —empezó a hablar Ana, sumándose al dúo que tampoco parecía encontrar las palabras correctas para usar, y solo la miraban a ella, como disculpándose.

Aitana carraspeó, de momento, y se apartó del todo de Nico.

—Yo le pedí que viniera —confesó, de sopetón, dejándoles más que impactados—. Pero creí que me había ignorado.

—¿Aiti? —susurró el murciano a su derecha, mirándole con confusión.

Nico no entendía nada. Horas atrás ella había aparecido en su habitación como un alma en pena, llorando por culpa de su expareja, insistiendo que no quería tener nada que ver con él... ¿y le invitaba a salir de fiesta?

No supo si ponerse a razonar qué tan inestable estaba ella en verdad al volver a España, como para cambiar tan rápido de opinión, o qué tan enamorada había estado de él, como para cambiar tan rápido de opinión.

—Debo ir. —Solo dijo, volviéndose a aclarar a la garganta, con la vista fija en el gallego y en cómo hablaba con el segurata—. Que no puede entrar sino.

No dijo palabra más antes de desplazarse velozmente hacia la entrada del bar, dejando atrás a seis pares de ojos que le miraban con extrañeza en mayor o menor medida. Algunos estaban flipando, como la navarra, y otros simplemente creían haberse metido en una puta máquina del tiempo, como el gallego menor.

Sin embargo, todos coincidían, sin siquiera decir palabra, que aquello podía salir muy mal o muy bien. Aunque ni siquiera querían pensar qué significaba ese «mal» o ese «bien».

—Él está conmigo —dijo, con voz alta y firme, como si no le temblaran las piernas.

El hombre asintió con la cabeza, sin más, desinteresadamente, y se movió de en medio, de forma que Aitana pudo verle con más detalle ya de cerca, sin la mala iluminación y su escasa visión de lejos impidiéndole hacerlo. Y definitivamente no tenía pinta de estar vestido para la ocasión, a menos no con esos vaqueros regulares y camiseta negra entallada, con una leyenda pequeña en rojo en el medio del pecho; aunque si alguien podía salir así de fiesta e igual verse condenadamente bien, era Luis Cepeda.

Y Luis la miró a ella, ahora sí, aunque era inevitable no hacerlo, ya que los labios rojos a juego con el vestido le sentaban de puta madre. Parecía de otro planeta. Incluso se hubiera creído si le decían que era el mismo Diablo, y que ahora era tiempo de pagar por sus pecados e irse al infierno, y por eso ella le había pedido de verse.

Pero, bueno, si lo último que veía antes de morir era a Aitana vestida así tampoco podía decir que murió en vano.

—¿Vamos afuera? Hay mucho ruido aquí —le dijo ella, repentinamente cohibida.

Él solo asintió con la cabeza, manteniendo el frente unido en su seriedad, y ni siquiera hizo amague de cogerle la mano para no perderse entre la gente mientras le seguía, zigzagueando por la pista de baile hasta llegar a la puerta corrediza que daba al patio para fumadores.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora