Capítulo 57

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Ana Guerra no podía entender cuándo su vida había llegado a ese punto.

Nació y creció en San Cristóbal de La Laguna, Tenerife, y su vida siempre había sido algo normal, común y corriente. Y todos los sinónimos que existiesen para representar tal calma, en una vida promedio donde nada se salía de lo específico en ningún punto determinado, como si no hubiese pico al cual alcanzar ni éxtasis a la vuelta de la esquina que se pudiese encontrar en cada despedida.

Fue por eso que decidió dejar su isla después de graduarse del Instituto, con ayuda de sus padres, porque si no encontraba alguna clase de emoción en su vida iba a explotar. Literal y figurativamente, según ella, aunque no fuese del todo posible.

Y se mudó a Madrid.

Hizo amigos, se enamoró, le rompieron el corazón, logró recomponerlo y descubrió que era bisexual, y estudió. Eligió la arquitectura porque las grandes obras de arte arquitectónicas del mundo la dejaban maravillada, porque salían de todo lo cotidiano que ella conocía. Le faltaba el aire ante la estructura gótica del Notre Dame de Francia, y perdía las palabras del diccionario al leer sobre el Taj Mahal de la India. Quería más que solo estudiarlas como el arte mismo que representaban, sino que quería descubrir cómo se hacían desde sus mismos cimientos, desde las bases de todo plan. Y se graduó.

En el proceso descubrió que no solo disfrutaba de crear grandes diseños extravagantes de edificios y similares, sino que aprendió que lo que ganaba por sus dibujos era tanto que podía permitirse el bajar un poco las revoluciones de vez en cuando y trabajar para pequeños lugares en la ciudad donde el presupuesto escaseaba y todos los arquitectos de la zona rechazaban porque veían de lejos que les iba a costar más trabajo de la remuneración que ellos seguramente tendrían para darle.

A Ana no le importaba, realmente. Se sentía agradecida con la vida por mostrarle las emociones que existían en un avión a distancia, alejada de su familia, probándole una y otra vez en cada amanecer que esa había sido una de las mejores decisiones que tomó en su adolescencia, entonces no temía devolverle al mundo un poco de lo que le habían dado a ella. Era una persona alegre, esperanzada y energética, la clase de ser humano que no dudaría ante nada porque casi todo era considerado como una lección del destino, o una recompensa por sus acciones.

A los veintinueve años decidió coger un trabajo en una academia de baile del centro de la capital, una remodelación, a pesar de que los números que le ofrecían no eran la gran cosa, pero ella reconoció al instante el nombre como la cuna de la pequeña amiga que había tenido, aquella catalana que había aprendido todo en ese lugar y ahora estaba arrasando en Europa, una zapatilla de ballet a la vez.

Por eso aceptó.

Allí conoció a una profesora de baile que la enloqueció. Ella era misteriosa, tremendamente atractiva además de talentosa, y tenía energía para regalar. Supo al instante de conocerla que sería la clase de chica que le gustaría, ahora que había llegado a término con la idea de que no tenía por qué encerrarse solamente en los chicos en términos de su sexualidad. Y fue casi instantánea la conexión.

La canaria consideraba que no sabía mucho del amor, que había pasado años de su vida devorándose los sesos para encasillarlo en los tíos para después descubrir que el mundo era mucho, mucho más grande que eso, y dejar un poco atrás la idea tradicional de las cosas que traía arraigada de su querida isla. No sabía mucho del amor, pero sí sabía lo que se sentía, y eso fue lo que sintió con Mimi Doblas desde que empezaron su relación.

Al día de la fecha iban casi siete meses juntas, e incluso se le había planeado varias veces por la cabeza el mudarse juntas y ella no podía estar más feliz con eso, era como un sueño o una burbuja de amor donde solo existían ellas, o al menos eso podía decir si borraba los recientes acontecimientos del calendario y de su memoria.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora