Capítulo 4

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La vida la había sorprendido de muchas formas diferentes a Aitana, llevándola a sitios más allá de su imaginación, que jamás habría permitido a su mente aventurarse a tales posibilidades.

La vida la había sorprendido haciéndola avanzar hacia lugares increíbles, sacados de fotografías dignas de museos, y panoramas que más de uno mataría por ver con sus propios ojos.

La vida la había sorprendido, sí, muchas veces, pero nunca tanto como en ese momento, que el GPS de su móvil la había hecho terminar en la ubicación que Amaia Romero le había mandado por mensaje: en un restaurante de comida rápida infantil. Hacía más de una década que la catalana no pisaba un lugar así, incluso veces contadas con los dedos durante su niñez.

Chequeó varias veces que las coordenadas que recibió eran las correctas antes de empujar la puerta principal, pintada de un estridente azul, que apenas se logró escuchar ya que el ambiente estaba lleno de una contaminación sonora tal que solo podían traer los niños saltando impunemente por doquier.

Se le contrajo el pecho al tener que avanzar con miedo por los pasillos, esquivando pequeños corriendo en dirección a los juegos, alejándose de sus padres mientras ellos terminaban de almorzar, por lo que podía ver a simple vista. Siempre había sido buena en atar cabos, por eso asumía que la mayoría de las situaciones a su alrededor debían seguir esa línea. Generalizar le daba cierta paz, cierta idea de perfección recóndita en su subconsciente.

Al no llevar las gafas puestas no identificó a su antigua amiga hasta que estuvo muy cerca, y prácticamente se chocó con la sillita alta mullida con diseños a un lado de la mesa. Pero se recompuso con rapidez, aunque abriendo mucho los ojos al reconocer vagamente a la bebé que estaba allí sentada.

—¡Aiti! —chilló Amaia, poniéndose de pie al verla.

La Aitana actual no era la persona más cariñosa del mundo, pero la del pasado tenía un espacio dedicado en su corazón únicamente para esa muchacha de Pamplona, así que no trató de evitar el abrazo inminente que se venía. Llevaba mucho tiempo sin abrazar a alguien.

—Jo, estás igual, Aiti —murmuró, todavía sin separarse. Aitana la apretó más hacia su cuerpo, recordando las tardes de invierno cuando se habían unido en el Instituto al ser de las pocas chicas de la clase de fuera de Madrid—. O más guapa, si es posible.

—Ay, Amaia... —dijo, riéndose, apartándose solo para mirarla con más atención. Estaba muy parecida a la última vez que la había viso, solo que se había oscurecido el pelo —probablemente al dejar atrás la adolescencia—, y tenía bolsas bajo los ojos—. Estás radiante.

—Gracias, jo —dijo la navarra, sonriéndole con gracia. Acto seguido bajó la mirada a la sillita, y alzó en brazos al bebé, acunándolo, haciéndole caricias en la piel suave de sus mejillas—. Y ella es Olivia. Oli, dile hola a la tita Aiti.

Se tragó el chillido más grande del mundo en su garganta, incapaz de dejarlo salir.

—¡Hala! —exclamó Aitana, sin hacer amagues de cogerla, simplemente tanteándole la manita con la suya, con delicadeza—. Es preciosa, Amaia, ¿cuánto tiene ya?

—Un año y dos meses —dijo, dando saltitos en sus brazos, haciendo reír a la bebé.

—Es verdad, es verdad... —suspiró Aitana, recordando el regalo que le había enviado por el año—. Pues es monísima.

—Por suerte se parece más al padre que a mí —bromeó, dejándola de nuevo en la silla, viendo como movía los brazos en dirección a ella una vez volvió a sentarse. Aitana tomó asiento frente a ella—. Que yo no me estaba quieta de pequeña, y ella es mucho más calmada.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora