Capítulo 18

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Nunca creyó que podía odiar tanto el sonido de su despertador.

Ese silbido chirriante de pronto le parecía la cosa más irritante del mundo entero, y le daba ganas de lanzar el móvil lejos para que se arruinase al estamparse contra la pared. Sin embargo, ella era una persona demasiado correcta como para hacer una cosa así, por lo que apenas logró abrir los ojos, a medias, estiró el brazo tratando de encontrar a ciegas ese aparatito del demonio para apagarlo.

Se llevó una leve sorpresa al encontrarse a otro cuerpo durmiendo a su lado.

No le estaba abrazando, de hecho estaban durmiendo de espaldas, como era de esperarse porque hacía un calor increíble y a ninguno debía apetecerle el sentir la piel resbalosa por el sudor al recién levantarse, como primera sensación del día.

Al oírle quejarse insistió, picándole la nuca con el dedo índice, hasta que le oyó refunfuñar por lo bajo.

—El sonido no sale de mí, Aitana.

—Qué listo eres, coño —dijo ella, poniendo los ojos en blanco—. ¿Llegas hasta mi móvil como para apagar la alarma?

Nico bufó, pero no rechistó más, y se inclinó hacia abajo, a la izquierda del colchón, estirándose lo más que podía para no tener que levantarse de la cama y aun así llegar a coger el bolso de la catalana que había caído a un lado de su mesa de luz. Tiró de él hasta dejarlo sobre la cama, y esperar que ella lo cogiese de ahí dentro.

—Gracias —susurró, y le dejó un beso en los hombros.

Aitana se incorporó, quedando sentada en la cama, y sacó el móvil del bolso, apagando la alarma sin siquiera mirar la pantalla. Suspiró, aliviada, al dejar de oír ese insistente ruido que estaba volviéndole loca, taladrándole el cerebro como recordatorio que ayer se le había ido la mano con las copas y ahora su cabeza iba a odiarle por unas cuantas horas.

Y ella misma iba a odiarse un poco por haber cedido al alcohol.

Se estiró ampliamente, después de quitarse las lagañas de los ojos y bostezar. Los huesos le sonaron al hacerlo, y pudo comprobar que no solo su mente planeaba hacerle la contra en ese día tan maravilloso como sería el primer día de ensayos de la obra, sino que su cuerpo tampoco iba a estar muy cooperativo.

Genial, simplemente genial.

Se frotó los ojos con las manos y asumió que debería verse como un mapache a continuación, y sintió la extraña necesidad de correr al baño a quitarse el maquillaje corrido de la noche anterior antes de que el murciano le viera, pero cuando ella volvió a abrir los ojos se lo encontró mirándola, medio incorporado, sonriéndole de lado.

—¿Qué ves, sonrisitas? —preguntó ella, alzando una ceja.

—A ti, ¿no es obvio? —sonrió, señalándole de arriba abajo—. Eres guapísima.

Aitana puso los ojos en blanco y tiró de su brazo para que quedase sentado como ella.

—Qué gran cumplido que me lo digas cuando estoy desnuda, eh —bromeó, cogiéndole la cara en una mano como si sus dedos pulgar e índice fuesen una pinza con sus mofletes—. Ahora vístete, casanova, que ya has oído la alarma.

—Joder... —dijo él, estirando la última vocal, tirando de ella para volverle a dejar tumbada, posicionándose encima—. ¿Ya quieres que me vista?

La catalana se rió, con ganas. Le daba mucha gracia cuando se ponía en ese plan chulito, porque no podía ser más ajeno a su personalidad. Y él sabía lo mucho que le divertía, por eso no evitaba comportarse así con tal de sacarle una sonrisa de buena mañana.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora