Capítulo 50

3.9K 165 152
                                    

Hubo un instante de silencio que se sintió como la mismísima eternidad.

Hasta que los engranajes del cerebro de Luis por fin empezaron a funcionar.

—¿Qué? —Soltó, a media voz, acercándose más a su amigo—. Roi, ¿de qué hablas?

El gallego menor tenía la respiración irregular, pesada, que le volvía incapaz formar palabras, tanto que el mayor comenzó a preocuparse de que se ahogase con su propia saliva. Se hincó frente a él y le cogió la cara entre las manos, obligándolo a mirarlo a los ojos, inhalando y exhalando aire exageradamente para que lo copiase.

—Venga, respira conmigo, Roi —le pidió, haciendo contacto visual prolongadamente—. Uno..., dos..., tres...

Roi cerró los ojos y trató de hacerle caso, pero le costaba. Nunca se había visto envuelto en una situación así, de verse tan desbordado de emociones tan de repente. Siempre había sido una persona «promedio», común y corriente, al faltar una palabra más adecuada, con una vida feliz y tranquila donde nunca sintió como todo se le venía abajo, incapaz de parar con las manos los escombros que le caían en la cabeza, haciéndole daño.

Pero desde hacía semanas que su vida era otro rollo. Las palabras como «traficante» y «cocaína» aparecían en su vocabulario y conversaciones diarias más de lo que alguna vez creyó posible, y se sentía tentado a mirar siempre por encima de su hombro en caso de que alguien estuviese persiguiéndole. Pero de todas maneras soportó más de lo que alguien creería de una persona como él, hasta ese instante.

Decir en voz alta lo que había pasado tan solo unas horas atrás lo volvía real, terriblemente real. Por fin, después de tanto de vivir en una nube de hipótesis y de quizás interminables, la realidad caía para darle el golpe en la cara que le faltaba, noqueándolo definitivamente en el suelo.

Pero no tenía práctica en cómo levantarse.

—...ocho..., nueve..., diez... —siguió Luis, consiguiendo que su mejor amigo se enganchase con él en los números finales. Así que volvió a hacerlo, empezado desde el principio, las veces que hicieran falta para que su respiración sonase acompasada otra vez.

A la tercera vuelta de cuentas, Roi se calmó.

—Gracias —musitó, entre dientes, aprovechando que Luis se alejaba de él para limpiarse las lágrimas con el dorso de las manos—. Hola, Magnolia —susurró, ligeramente avergonzado, fijándose en la figura de la muchacha de pie detrás de Luis.

—¿Puedo ayudarte en algo, Roi? —preguntó ella, con voz suave, acercándose para que no tuviese que alzar el tono.

—No lo sé —dijo el gallego menor, tragando saliva visiblemente—. Es que no sé nada.

—Cuéntanos qué pasó —le pidió Luis, ayudándole a levantarse de los escalones.

El santiagués se sacudió el polvo del cuerpo antes de finalmente enfrentarse a los ojos de su mejor amigo, pero todavía temblaba visiblemente, y las palabras parecían tratar de salir todas atropelladas de su boca, perdiéndoseles en la lengua.

—¿Y si mejor subimos, Luis? —sugirió Magnolia, notando la indecisión del tío frente a ella—. O sea, si no te molesta que yo esté... no es que... yo...

—Por favor. —Solo alcanzó a decir Roi, asintiendo con la cabeza.

Magnolia esbozó una leve sonrisa y les acompañó a entrar al edificio de una vez.

Luis ya le había explicado a Roi su acercamiento con la murciana, decidiendo contarle la misma mentira blanca que ella misma le había dicho a Aitana para justificar esa nueva amistad: que tenían algo en común, algo importante que solo podían entender ellos. El santiagués, al igual que la catalana, habían asumido que eso era los sentimientos hacia la bailarina y toda la situación en sí, y por el momento eso era mucho menos engorroso que ponerse a explicarles lo que significaba ser ambos adictos en recuperación.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora