Capítulo 10

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—¿Qué coño me has dicho?

Al instante en el que oyeron esas palabras salir de la boca de Aitana todos los demás quedaron de piedra, quietos en la posición que les encontró el momento, incapaces de decir una palabra.

Pero nada se comparaba a la cara de susto que le quedó a Luis.

Nadie supo cuánto tiempo duró esa pausa en el mundo, hasta que Roi se vio con la necesidad de decir algo, porque toda la situación le estaba produciendo escalofríos. No había logrado escuchar lo que sea que le había dicho Cepeda a la catalana, ni podía verle la cara a ella al estar de espaldas, pero le parecía suficiente con vérsela a él para entender que aquello era serio, demasiado serio para los cinco segundos que llevaba allí.

—¿Todo bien, Cepeda? —preguntó, asomándose hacia la puerta, colocando una mano en el hombro de Aitana.

Solo allí reaccionó ella, pegando un saltito nervioso que le hizo apartarse. Llevaba todo ese rato prendada a los ojos oscuros de Luis, tratando de descifrar por qué mierda le había dicho una cosa así tan de la nada, sin ninguna provocación. De pronto estaba muy consciente de su cara, de su cuerpo, cuestionándose a qué se refería con «demasiado guapa para su propio bien».

Prefería perder tiempo en analizar eso y no el final de esa oración, porque escucharle decir eso había sido lo más parecido a una hostia que le habían dado en años.

Detestaba la capacidad que tenía Luis de desarmarla con solo palabras, con simples suspiros, con apenas miradas. Detestaba que él tuviera esa clase de poder sobre ella, porque no le parecía justo. Era demasiado. Era algo que creyó que había quedado en el olvido, pero que evidentemente seguía allí, dentro de ella, como la necesidad de darle una patada en la espinilla cuando le sostenía por tanto tiempo la vista sin decirle nada, matándola de los nervios por dentro.

Él sabía que ella odiaba los momentos previos a las cosas, por la incertidumbre, y solía tomarse su tiempo en todo para molestarla. En todo. Podía llegar a estar cinco minutos acariciándole la nariz con la suya, pero negándose a darle un beso, haciéndole infinidad de cobras solo para verla rabiar y cogerle de la nuca con fuerza para plantarle un beso con todo el enfado del mundo. Podía llegar a estar diez minutos haciéndole un camino de besos desde el cuello hasta el vientre, con suma lentitud, negándose a llegar al sur hasta que ella se desesperaba y le tiraba de los rizos hasta su centro.

Y ella descubrió, al final, que podía estar incluso más de veinte minutos solo mirándola a los ojos, antes de decir las palabras que la partirían en dos en medio de una tormenta de verano que espantó a media España.

Esa vez ella también había perdido la paciencia, cogiéndole del cuello de la camiseta básica y zarandeándolo para que le diera una respuesta, porque odiaba, odiaba muchísimo esperar, dudar, temer. Prefería un golpe certero figurativo que la dejara en el suelo, o un beso sorpresivo que le quitara la respiración, a tener que imaginarse las conclusiones de las cosas, porque su mente tenía una facilidad para montarse películas en segundos dignas de premios Oscar en las que ella siempre era la que salía perdiendo.

Casi no podía creer que cinco años después estuviera haciéndole la misma estupidez.

Pero acababa de decirle destructora, básicamente, así que mucho no podía esperar de él.

—Sí, sí, yo... —carraspeó, dejando de mirar de una vez a Aitana, paseando los ojos hasta el otro gallego—. Quería hablar contigo, Roi, pero no sabía que estabais todos aquí... —susurró, avergonzado, rascándose la nuca.

Aitana no podía soportarlo más. Ese tic nervioso no se había perdido con los años, al igual que los ojos verdes de ella perdiéndose en los músculos de su brazo al flexionarlo así, y sinceramente no quería traer esa clase de pensamientos a colación justo en ese instante que lo único que le apetecía hacer era golpearle con un bate.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora