Capítulo 6

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—Sigo pensando que esta es la peor idea que has tenido en años.

—Sí, sí, ya veo —dijo ella, rodando los ojos—. Por eso te has puesto un traje y todo.

—Joder, Miriam, tampoco soy un impresentable —rezongó, excusándose.

—¿Desde cuándo te importa a ti el ser presentable? La presencia eres tú, idiota.

Luis bufó, y le imitó rodando los ojos como ella había hecho antes, acomodándose las solapas del traje negro que había decidido usar para la gala, como por decimocuarta vez en el correr de cinco minutos. No se vestía tan formal hacía vidas, y le estaba costando no sentirse como un niño disfrazado, jugando a ser grande, a pesar de ya ser un adulto hecho y derecho hacía ya unos cuantos años.

A simple vista podría estar yendo a un funeral, perfectamente, ya que hasta la camisa y los zapatos eran negros. Y probablemente lo era, pero el funeral de todas las ideas cuerdas que había tenido hasta ese preciso instante de su vida, como si ahora se viera forzado a apretar un botón para resetear su pasado y empezar de cero desde donde el destino lo mandase.

Pero por mucho que él pensara en eso, la realidad era que nunca iba a pasar. Estaba encerrado en las decisiones que había tomado en los últimos años, y tenía que hacerse responsable de sus actos como para tomar consciencia de ellos y de lo destructivos que habían sido en su momento, tanto que seguían resonando en el presente como un eco en un cuarto vacío.

Se cansó de toquetear el traje y se dedicó a alisarlo con las manos, a pesar de que la gallega ya lo había mandado a la tintorería apenas aceptó la propuesta de ir como su acompañante a la gala benéfica de «El cerebro de la mariposa». O sea, hacía tres horas. Al final las llamadas incansables de ella a su puerta, sumados a la obra que todavía le miraba con recelo desde el bote de basura, había terminado cediendo, muy a su pesar.

Porque no podía seguir así. Estaba fumando en exceso, y los límites estaban muy borrosos a esa altura en su cordura como para obligarse a detenerse. Y él quería detenerse, de verdad, pero era complicado con la idea de la que creyó que era el amor de su vida rondando por las calles de su ciudad.

Sí, suya. En la separación se había quedado con la tenencia de Madrid, como si fuera la casa antigua en la que habían convivido, además de con los amigos, los dignos hijos de aquel matrimonio frustrado. A pesar de que algunos habían mantenido contacto con ella en menor o mayor medida, al que habían visto a diario desde entonces era él, con el que empatizaban era él, doliese a quien le doliese.

Aunque ninguno sabía por qué habían terminado, específicamente. Estaban enterados que la situación se había vuelto insostenible, porque habían presenciado varios arrebatos antes de saber de la separación definitiva; pero ninguno, creía creer que ni siquiera Amaia Romero, sabía cuál había sido la gota que derramó el vaso, la que pudo más que el corazón y todas las promesas que se dijeron en susurros con los ojos abiertos, valerosos de que no había necesidad de cohibirse.

Al menos él no le había dicho a nadie, ni a Roi, y a juzgar que la mirada del resto nunca había cambiado, debió asumir que Aitana tampoco abrió la boca al respecto. Le parecía lo único sensato que había hecho después de tomar caminos separados. Literalmente. Lo único.

—Con suerte nadie me mirará teniéndote al lado —dijo, negando con la cabeza, señalándola a ella.

—¿Te quieres escapar con halaguitos, Cepedi? Porque conmigo no, eh —rió Miriam, balanceando el dedo índice en su cara—. Conmigo no.

Luis hablaba en serio: Miriam estaba muy guapa con ese mono azul marino entallado a la cintura, y los rizos miel tan aparentemente indomables como siempre. Llamaba la atención por la fuerza que pisaba a cada paso, por la amplitud de la sonrisa, por el carisma que desprendía; pero también por su trayectoria musical que daba de qué hablar ininterrumpidamente desde hacía muchos años.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora