Capítulo 27

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Aitana oyó el golpe seco de alguien estampándose contra el suelo, pero no se volteó a mirar.

Aprendió a no hacerlo, en realidad, en las academias por el resto de Europa; mirar a un compañero cuando se caía solo causaba vergüenza y que sea más notorio para, en este caso el director, pero en otros casos el público. Ella estaba acostumbrada a poner una buena cara cuando otro la cagaba, alzando el mentón y mostrando una amplia sonrisa, para tranquilizar a los ojos curiosos que buscaban la reacción al fallo.

Sin embargo, las manos del murciano de ojos azules abandonaron su cintura y por lo tanto la posición que debía mantener para esa escena, lo que la logró alterarla. No podía fingir normalidad si él rompía el personaje, siendo su pareja de baile, así que se vio obligada a voltearse para ver qué había pasado detrás de ella cuando mantenía los ojos cerrados en esa determinada parte de la escena.

Se sorprendió al encontrarse a Magnolia a medio incorporar, murmurando improperios por lo bajo, rechazando la ayuda de su hermano que trataba de levantarla. Frustrada, resopló y se paró sola, sacudiéndose las mallas como si el piso estuviese plagado de polvo.

Si no fuese porque la chica de cabello negro llevaba pasando de ella tres días, la catalana probablemente iría tras ella para preguntarle cómo estaba. En cambio, le miró desde lejos, alzando una ceja en señal de interrogación pero sin verbalizar nada, como si le hubiesen comido la lengua los ratones.

No solo no le había cogido el móvil durante todo el domingo, sino que al retomar los entrenamientos el lunes por la mañana le había mentido y Aitana lo sabía. Lo sabía porque le conocía, pero sobre todo porque no coincidía la historia que le había contado de irse de relax en la madrugada a Toledo cuando Nico la había visto mucho más tarde desayunando en el hotel.

Y a pesar de que decidió no insistir y fingir que le había creído, le dolía la mentira.

En esos cinco años la catalana había tenido que soportar que le creyesen borde por siempre decir la verdad, como le saliese en el momento, siendo completamente honesta. Lo aprendió de sus errores en Madrid a los diecinueve años, y por eso actualmente no soportaba que le mintiesen. Si Magnolia le hubiese dicho que no era de su incumbencia le hubiese dolido menos, le hubiese parecido bien... pero tener la necesidad de decirle algo que no era real le ponía nerviosa.

Pero debía admitir, al menos a ella misma, que no estaba tan enfadada por el tema de la murciana, sino que también tenía que ver Luis en su estado de alteración constante. En él y en el hecho de que Roi no le había dicho una palabra más del tema luego de volver del baño en su piso, sino que había cambiado de tema tan radicalmente que podría marear a cualquiera, y el nombre del gallego mayor no volvió a sonar por esas paredes en el resto de la mañana.

Y ella seguía demasiado abochornada como para llamarle y preguntarle cómo estaba, así que se encontraba en blanco, imaginándose los peores escenarios posibles cada noche, mientras el recuerdo se desdibujaba con algunos vividos años atrás. Y veía mariposas. Veía puñeteras mariposas en sus sueños, o pesadillas, mientras intentaba enfocar una idea más o menos concisa que no fuera una ida de olla descomunal.

Ella no tenía derecho a saber de él, no de la forma que quería al menos, porque ya no era su novia, ya no era su amiga, ya no era nada. Era una persona con la que una semana atrás no podía dirigirse palabra sin perder los estribos y terminar a los gritos, a pesar de que ahora estaban en una supuesta tregua no verbal. Llevaba ausente de su vida cinco años, y no podía pretender que las personas le dijesen todo lo que quería saber de él.

Aun así quería saberlo. Era frustrante tenerle tan cerca y a la vez tan lejos. Era mucho más fácil odiarle, odiar el recuerdo, cuando les separaban países y océanos, cuando no estaba a un tren de distancia de él.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora