Capítulo 38

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La alarma le sonó, como siempre, seis en punto en la mañana.

Y él, como siempre, la apagó a la velocidad de la luz. Tenía el sueño muy ligero, después de toda la vida de despertarse a esas horas su cuerpo ya estaba acostumbrado a ponerse en alerta muy pronto, además de que sus mañanas siempre eran muy movidas.

Pero lo que no fue tan «como siempre» en su despertar fue encontrarse a una okupa en su cama, hecha un bollito con las piernas, de espaldas a él, casi pegada al borde. Parecía que hacía falta un mal movimiento o uno de improviso para hacerla caer de bruces al suelo a menos de que tuviese los reflejos muy agudizados para evitar el golpe directo con su cara. Así que, instantáneamente, tiró un poco de las sábanas para que fueran estas las que movieran el cuerpo de la catalana hacia el dentro del colchón.

Él se quedó sentado a los pies de la cama, observándola por unos instantes, escudriñándole la cara en busca de algún signo de llanto de la noche anterior. No le costó mucho divisar los ojos ligeramente hinchados, incluso cerrados, y el ceño fruncido como si estuviese enfadada con algo.

O alguien.

Suspiró, abatido de verla tan destrozada; Aitana era una de las personas más fuertes que conocía, y la adoraba incondicionalmente, por lo tanto odiaba verla pasar mal, era algo que simplemente le daba un vuelco al estómago porque no podía creer como ella era tan certera con algunas cosas, pero flaqueaba tanto en otras muy particulares. No solía permitir llegar a esos niveles de desesperación donde apenas podía respirar, pero aun así, en el corto período que llevaban ambos en Madrid, ya la había visto así dos veces.

Aquel día que fue a almorzar con su antiguo grupo de amigos y volvió hecha un mar de lágrimas porque había discutido con su exnovio, y ayer. Era coherente creer que ambos hechos estaban relacionados, porque no había nadie que le tocara tanto la moral a ella como para hacerla pedazos como ese exnovio, como Luis. Nadie más sabía cómo demoler sus barreras y hacerse un hueco con las palabras hirientes justas como él, porque nadie más había entrado tanto en ese corazón.

Por eso mismo había detenido a Aitana ayer por la noche cuando le besó y prosiguió a ejercer fuerza desde sus hombros para quedar tumbado encima de ella; porque no podía aprovecharse así de encontrarla en tal momento de debilidad. Jamás se había aprovechado de nadie, y no tenía pensado empezar ahora. Así que, a duras penas, le había apartado, dicho que no creía que era el momento para eso, para seguidamente pasarle una sábana por encima a su cuerpo todavía vestido.

La catalana había balbuceado una disculpa entre sollozos, para después volver a enterrarse en su pecho para sencillamente seguir llorando. Ninguno de los dos supo cuando se detuvo; él porque no estaba mirando la hora en ningún lado, y ella porque se quedó dormida entre sus propios lamentos. Al final Nico se había apartado ligeramente de ella, para que el shock de la próxima mañana no fuera más grande que la vergüenza que probablemente sentiría hacía la primera vez que le rechazaba en la vida, y se había dormido después de comprobar que efectivamente ella también lo estaba.

Ella no había logrado articular una sola palabra del motivo de su malestar, pero no había que ser un genio para adivinar que tenía que tener que ver con el gallego que recientemente había vuelto a entrar a su vida. Y a sus pantalones.

Estaba harto del control que ejercía Cepeda en ella, de la capacidad que tenía para desarmarla y que ella saliese corriendo. No tenía seguridad de lo que sea que había pasado en esos días que estuvieron encerrados por la tormenta, pero evidente que nada había cambiado y él seguía encontrando maneras de dejarla en el suelo, literal y metafóricamente.

Con ese pensamiento en mente se levantó, se vistió completamente y dio vuelta a la cama, yendo hacia ella. Como esperó, después de que ella perdiese su tarjeta ayer, encontró el móvil también en el suelo, casi debajo de la mesa de luz, probablemente después de haberse caído de su bolsillo durante los giros que pegó en la noche.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora