Capítulo 55

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Todas las personas vivían el shock de maneras diferentes.

Existían algunas que tenían la necesidad imperiosa de tratar de resolver todo lo antes posible para superar ese shock inicial, al bajarle las revoluciones y realmente observar las características del hecho o los daños en sí. Era una especie de depuración de pensamientos, para poder mirar realmente lo que estaba pasando sin el tinte tétrico de la primera impresión que lograba tensar todas y cada una de las terminaciones nerviosas del cuerpo humano.

Habían otras que tenían que podían pensar en frío en todo momento, incluso cuando se recibe una noticia desgarradora que juras que hace que tu propio corazón se saltee un latido del compás. Normalmente eran las clases de personas más pragmáticas, las que tenían esa capacidad de deducción de simplemente entender que en la vida se pasa por momentos buenos y momentos malos, pero que logran mantener la calma en ambos con una facilidad admirable.

Pero, desafortunadamente, Aitana no era como ninguna de esas personas.

El primer acto reflejo que sufrió la bailarina cuando escuchó la confirmación de la propia boca de su padre, de que había sido él quien le había pagado a Mimi por el vídeo de su fiesta de cumpleaños, fue huir. Solía huir mucho de la casa de él cuando era adolescente, usualmente cuando la situación la ahogaba y no le quedaba más remedio que escapar para tratar que los escombros del destrozo de su relación no le golpeasen al salir. Era una manera de cuidarse a sí misma y a él, pero también en parte al vínculo que compartían que iba deteriorándose estrepitosamente día tras día.

Siempre hacía eso. Huía antes de que fuese demasiado tarde, antes de que el huracán de la vida hiciese pedazos su pequeño ecosistema de existencia, o el tsunami de las consecuencias de sus acciones le ahogase las esperanzas de las reconciliaciones. A esa altura no sabía si considerarlo un mecanismo de defensa o un acto de cobardía monumental, pero era un rasgo más de su personalidad que tenía que aprender a soportar.

Era por eso que lo primero que amagó a hacer cuando vio a Cosme asentir con la cabeza ante su pregunta fue levantarse de la silla y salir de ese estúpido restaurante, con un sonoro portazo por detrás, tal que hiciese temblar los cristales de las ventanas como le temblaba ahora a ella el cristal que recubría su corazón, que estaba por pedirle garantía al fabricante por el maltrato que le hacía su dueña y todos los factores externos que la abrazaban diariamente, probando su resistencia, esperando la grieta.

Estaba a punto de hacerlo, incluso había colocado ambas manos sosteniendo el borde de la mesa para poder impulsarse hacia arriba con más dramatismo todavía, pero al hacerlo su mano derecha quedó a la vista de la niña que estaba a su lado, la cual no dudó en poner la suya sobre la de ella por un instante.

—Tienes manos pequeñas —dijo Tessa, con voz cantarina, lo cual hizo que Aitana la moviese de lugar casi instantáneamente—. ¿Qué te pasó? —susurró, mirando el lateral de su pulgar.

Aitana frunció el ceño y dirigió la vista hacia allí, notando que su media hermana tenía la vista clavada en el pellejo irregular que se le había creado en la yema de los dedos de tanto presionar la uña para liberar tensión, de todas las veces que se había hecho sangre para tratar de calmar su cerebro de tanta desazón.

De pronto se sintió terriblemente avergonzada de algo que en la vida le había incomodado de sí misma, y volvió a apartar la mano.

—Nada, yo... —comenzó a decir, mirando a la niña, pero ahora que sus grandes ojos café le devolvían la mirada se sentía ella como la pequeña del asunto, la que habían pillado haciendo algo malo. Tessa se veía tranquila y afable, algo que pocas veces podía relacionarse con Aitana, pero ahora no podía quitarse de la cabeza de por qué se llamaba como lo hacía y era inevitable que le hiciese tartamudear el corazón—. No es nada, Tessa.

El cerebro de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora