Capítulo 1: Mi historia

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El mundo tiende a ser despiadado

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El mundo tiende a ser despiadado.

Aquella fue la primera lección que aprendí mientras las lágrimas de incomprensión se desplegaban por mis mejillas rosadas y regordetas. Mi mirada se encontraba vacía, mis piececitos pegados a la acera sin fuerzas para buscar una salida dentro de las calles grises.

El frío sopló con fuerza, temblé en mi lugar preguntándome qué podía hacer. A los cinco años la preocupación de un ser humano debería ser jugar con los mejores juguetes, la mía se basaba en encontrar un lugar para vivir.

La segunda lección que entendí fue que no todos son aptos para ser padres.

La historia de mis padres es de las más insanas. Ilay Sallow solía ser el casanova más codiciado en su época de secundaria, Savanna Dupeyron su aburrida amiga. Ella narraba que él se la pasaba coqueteando con todas las chicas, ella juró no caer, pero la labia de mi padre era irresistible.

La primera vez que le fue infiel no lo pudo creer, lo defendió guiándose por sus sentimientos que repetían "imposible" como un eco incesante. Las siguientes fingía estar ciega, no importaba si Ilay se besaba con su amiga ante los abiertos ojos de Savanna, ella lo perdonaba con escuchar un par de palabras.

Mi madre pensaba que había algo diferente en el trato que mantenía con ella. Constantemente se comparaba y pensaba que ella entre todas tenía un puesto especial. No sé si es verdad o una ilusión que se inventó.

Una poco lúcida idea abarcó su mente, creyó que tener un bebé sería la solución a sus problemas: tenerme a mí. Yendo en contra de su mayor miedo, decidió quedar embarazada haciéndolo pasar como un "accidente". Ambos poseían un buen lugar en la escala económica, así que él con diecisiete y ella con dieciséis se mudaron a una bonita y hogareña casa para preparar mi bienvenida al mundo.

Los primeros días parecía que su plan estaba funcionando, ellos estaban de maravilla. Sin embargo, se estaban enfrentando al mundo adulto a una edad temprana. Ese cambio drástico los tomó desprevenidos al segundo mes de mi nacimiento. Las fiestas de cada sábado se tornaron llantos desesperados por la madrugada, lo poco que estudiaban se complicaba el doble al tener que cuidar que no ponga mi vida en riesgo, su vida social se transformó en casi nula.

A mi papá no le agradaba eso. Desafió a mi madre saliendo con sus amigos una noche mientras ella debía cuidar de mí. Las consecuencias eran gritos, las discusiones interminables me perseguían a diario, ya eran parte de mi crecimiento. Tapaba mis orejas con la almohada y cerraba los ojos con fuerza imaginando que nada de eso estaba ocurriendo. Aunque no importaba si tarareaba canciones alegres, el ruido se infiltraba a mi cuarto de alguna manera.

Ellos seguían siendo inmaduros, veintiuno y veintidós años y seguían sin entender la mayor parte de lo que ocasionaba sus peleas. Buscaban un culpable para librarse de los estragos.

Entonces sucedió.

—¡Estoy harto de ti y de esa niña que dices que es mi hija! —vociferó él con ese tono imponente que me hacía temerle cada vez que hablaba.

—¡Es tu maldita hija, ¿cuántas veces te lo tendré que repetir?! ¡Hazte cargo! —repuso histérica.

—Ella tiene el cabello marrón, nosotros lo tenemos negro, no soy idiota. Tampoco me sorprendería que hayas estado de zorra y me dejaras a tu hija —soltó con un deje de repulsión—. ¿Crees que soy estúpido?

—¡Es genética, mis padres y hermanos tienen ese cabello! —intentó explicarse, mas su tono era débil y gangoso.

—Esas mierdas no funcionan así. No puedo lidiar contigo y con esa estúpida niña que se la pasa llorando. ¡Me largo! ¡No me busques porque no me vas a encontrar! —sus pasos fuertes retumbaron por la casa y azotó la puerta tan abruptamente que sentí que los muebles se movían.

—¡Vete! ¡Vete con cada una de tus putas sin cerebro! ¡No te necesito!

Las palabras eran recibidas por las amarillentas paredes de la casa, pues mi padre ya no estaba para escucharlas. Di un respingo al percibir el sonido de un cristal rompiéndose, me asomé a la puerta, la abrí lo suficiente para que mi ojo pudiera divisarla rompiendo todo lo que se hallaba en la sala.

Ella me notó y abrió la puerta de un tirón. Tomó mi brazo y me arrastró hasta el auto. Me llevó a un lugar desconocido, un sitio donde todo resultaba desagradable o temible quizás. Parqueó el auto y me observó depositando su resentimiento en mis ojos.

—¡Él se fue! —exclamó a través de las lágrimas— Eres una inútil, no cumpliste con el único propósito que tenías para vivir; retenerlo. ¿Y sabes qué? Si él no te quiere, si él te pudo abandonar, yo tengo los mismos derechos.

Tocó la manija de mi lado y me empujó fuera del auto. Tan pronto como me puse de pie ella arrancó dejando las huellas de las llantas en el asfalto.

Di un sonoro suspiro en el que el vaho se expulsó perdiéndose en el viento. La tarde se estaba agotando, el sol se estaba yendo. Tras minutos de incertidumbre comencé a vagar por aquellas calles desconocidas. El clima frío y tormentoso no me ayudó en lo absoluto. Las tiendas estaban cerradas, había grafitis violentos por doquier, algunas casas precarias me llamaban la atención.

En una esquina encontré un descuidado oso de felpa cubierto por una mantita azul. Usé la manta para secar mi rostro, dejé el peluche debajo de mi brazo para seguir con mi camino sin destino.

Me sentía desorientada mirando de un lado a otro decidiendo al azar dónde ir. Ese comportamiento atrajo a una mujer. Era de contextura ancha, petisa, su cabello oscuro se notaba enredado y su rostro para nada agraciado.

Tercera lección: el aspecto físico no interesa en lo absoluto cuando necesitas ayuda.

—¿Estás perdida? —inquirió agachándose a mi altura, su voz se percibía gruesa, aunque comprensible. Asentí sorbiendo por la nariz— Soy Olga, dueña del orfanato "Rayitos de sol". Ven conmigo, tenemos lugar.

El orfanato era un asco. Pero todos repetían que era lo que nos mantenía con vida.

Nos proporcionaban:

Comida: que, aunque fuera de las cosas más nauseabundas, repugnantes y repulsivas existentes, nos dejaba con algo en el estómago. No diré que terminábamos satisfechos porque sería una mentira, nos daban lo necesario para sobrevivir, no para complacernos.

Camas: no había las suficientes y debíamos compartirlas con los demás niños, sin embargo, dormir podíamos.

Calefacción: de eso no me quejaré. La dueña del lugar era muy friolenta y necesitaba la calefacción encendida en todo momento.

A eso solían llamarlos las "3 C" y aseguraban que eran vitales.

Esa ideología estuvo instalada en mí durante los siguiente cinco años. La misma rutina cada día, los mismos amargados compañeros de cuarto y la misma melancolía que se esparcía como un humo mortífero entre los niños.

Hasta que a los diez años un nuevo chico ingresó. Él me enseñó que las comidas, las camas y la calefacción estaban sobrevaluadas.

Lo que las personas necesitan de verdad es lo intangible: el amor.

El lujo de amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora