Capítulo 2: Su historia

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El primer día en el orfanato era el detonante de la realidad

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El primer día en el orfanato era el detonante de la realidad.

Esa no era la excepción para Elián Lisboa Fisher.

Sus padres eran Daniel Lisboa y Amberly Fisher, aunque él aseguraba que esta última no podía considerarla su madre.

Amber permaneció en un reformatorio juvenil durante el último mes de embarazo, las razones son desconocidas, nunca quisieron decírselas. Cuando su hijo nació la llevaron a una sala apartada para tenerlo, apenas la dejaron a solas para descansar del parto ella decidió escapar. Nunca preguntó por él o se preocupó en lo absoluto. Él pensaba que estaba viva en algún lugar lejano del mundo, quizás es cierto.

Para Elián su madre era Tatiana Castillo, la pareja de su padre. Cada vez que decía "mamá" se refería a ella porque a la biológica la nombraba con un seco "Amberly". Tati se encargó de cuidarlo, educarlo y amarlo como si fuera su propio hijo.

Su familia era adinerada, sin embargo, no les gustaba gastar en excentricidades vacías, se mantenían en la línea de la humildad.

Su infancia fue perfecta, la que cualquier niño hubiera anhelado tener. Tenía algunos amigos en la escuela, unos padres que lo comprendían y una personalidad tan preciosa como inocente.

Así fue hasta que a los diez años conoció las maldades del mundo real. Su burbuja de felicidad explotó al enterarse que sus padres fallecieron en un accidente automovilístico. Sus abuelos paternos estaban encerrados en la cárcel por otro crimen desconocido, los maternos (por Tatiana) se habían mudado a otro país tras jubilarse, y por el lado de Amber nunca los conoció, de hecho, dudó de su existencia.

Los jueces actuaron rápido y lo derivaron al pintoresco orfanato Rayitos de sol. Ni siquiera pudo ir al funeral o al entierro de sus padres, siempre se lamentaba por ello.

Todo en la habitación del hogar era muy escandaloso y casi nada estaba en armonía. Las paredes estaban pintadas de un color verde manzana, siendo interrumpido por manchas de humedad y lugares donde la pintura saltaba. Las camas tenían sábanas y cobijas que no combinaban entre sí. Algunas eran demasiado antiguas, incluso tenían pequeños agujeros, pues estas eran recibidas por medio de donaciones.

Había diez camas distribuidas de 5 en 5 enfrentadas, sin embargo, no eran suficientes para la cantidad de niños. La mía era la última, la más lejana a la puerta y cercana a la ventana que daba al patio. Por eso cuando observé a un niño rubio soltando copiosas gotas por los ojos sentado sobre ella, me aproximé de inmediato.

Sus rodillas le tapaban el rostro, se abrazaba a ellas con fuerza, buscando consuelo. Tenía ese aire melancólico que los nuevos cargaban con mayor intensidad.

El entrar al orfanato es marcar un punto crucial en la vida. Ese punto se ve nublado para todos, se sienten perdidos, desorientados por completo. Él necesitaba una guía, alguien que lo hiciera ver más allá. Yo me ofrecí como voluntaria.

—Soy Zara, ¿tú quién eres? —pregunté al sentarme a su lado.

Los demás chicos estaban jugando en el patio, puesto que era la tarde y un gran sol resplandecía en el cielo.

Quitó sus rodillas al oír mi voz y traté de darle una sonrisa comprensiva. Mis ojos lo escudriñaban con cautela y precaución. Sus mejillas rosadas estaban cubiertas por lágrimas que él no podía controlar y sorbió sus mocos antes de levantar la mirada.

—Ten —le entregué la mantita azul que envolvía a mi oso de felpa—. Tómala —insistí con un tono apacible—, juro que no me he limpiado la nariz con ella.

El rubio me miraba con atención, pero no se movía de su lugar. Seguía cada movimiento que hacía, incluso el de mi boca al expulsar las palabras. Di un resoplido de frustración y me animé a yo misma secar todas y cada una de las lágrimas que había desbordado hace rato. No importaba si una nueva salía, yo tenía en manos aquel retazo de tela que conseguía limpiar su tristeza.

Unos minutos más tarde Olga me anunció que tendría que dormir con él porque las camas no alcanzaban. Se mantuvo taciturno durante el resto del día, pero cuando la noche cayó sobre la ciudad, las estrellas resplandecían desde la ventana y los demás niños dormían plácidamente en sus camas, él me narró su historia con un dolor casi perceptible.

La mayoría de los que habitaban allí no eran para nada agradables o amigables, sé que en el fondo su comportamiento se debía a los horribles traumas infantiles. Todos y cada uno en el orfanato tenían un escalofriante y devastador pasado.

En Elián era diferente. Él sabía deshacerse de los recuerdos para poder disfrutar sus días. Por supuesto que algunos días las memorias le eran inmanejable al punto que lo único que quería era hundirse en aquel colchón desgastado y no salir jamás. Entonces yo me recostaba a su lado y esperaba que una catarsis o mi simple compañía lo aliviaran.

Elián no era mi novio, pero no seríamos nada el uno sin el otro.

El lujo de amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora