Capítulo 21: Bienvenidos sean los celos

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Su mano izquierda se enredó en mis cabellos a la altura de mi nuca, la otra atrajo temerosa a mi cintura. Sus cejas descendieron, sus ojos tan embargados en la incertidumbre como en la ilusión me dieron un último vistazo sin escatimar su belleza natural.

Retuve mi respiración dejando mi boca entreabierta, mi mentón subió para conectar con el suyo. Nuestras narices se tocaron, guiándose tácitamente cada una a direcciones diferentes.

Sus labios tímidos envolvieron los míos con serenidad y parsimonia. Al instante un choque eléctrico me golpeó. Por mis extremidades, sangre y órganos la euforia parecía jugar una carrera fascinante. Mis pulsaciones aumentaron, la dermis me picaba como si hubieran rociado algún tipo de polvo mágico, mis dedos temblaban contra su mejilla.

Se sintió suave, dulce, inocente. Así es como definiría un beso de sus labios.

De a poco nuestros labios fueron deslizándose entre sí, perdiendo el intenso gusto y despidiéndose de su lacónica forma de enlazarse.

Abrí mis párpados encontrándome a Elián obnubilado, su mano descendió por mi quijada, barbilla y finalmente cayó a su lado. Me dio una sonrisa honesta al momento que mojé mis labios y bajé la mirada.

Para cuando despertó del ensueño momentáneo, algo había cambiado drásticamente en él. Adaptó un aire melancólico y su mirada se notó vaga, perdida, pensativa.

No emitió palabra, sólo se dio la vuelta y caminó fuera del establo.

El desasosiego subía por mi garganta como un vómito desesperante. Mi cabeza se sentía pesada, llena de tonterías a las que deseaba acallar. ¿Qué había pasado? ¿Qué fue lo que hice mal?

Sabía que últimamente estaba actuando extraño, pensé que por la adolescencia o lo abrumadores que podían llegar a ser los sentimientos amorosos. Pero nunca habíamos pasado por algo así, en esos cinco años de altibajos jamás fuimos capaces de darnos la vuelta; de escapar el uno del otro. De hecho, solíamos escapar de los demás para refugiarnos entre nosotros.

No lo soporté. Lo perseguí, él estaba caminando rápido hacia el orfanato, tenía los hombros encogidos y no dejaba de ver las puntas de sus zapatos.

—¡Elián! —grité a todo pulmón.

Se detuvo como si mi voz fuese divina. Me enfrentó con los ojos desbordantes de angustia.

—¿Qué te pasa? ¿Estás bien? —cuestioné confundida por su actuar.

—Lo siento, Zari. Necesito algo de espacio y tiempo, me gustaría pensar un poco —su voz flaqueó al final de la oración y la recobró tras un carraspeo incómodo—. No te preocupes, regresa al establo, le pediré a Tom que adelante su turno para que te ayude. Por favor perdóname.

Me dejó con las palabras en la boca, recobró su caminata sin miramientos atrás. Di un resoplido e hice lo que me rogó, pues no había otra acción que pudiera tomar.

A los minutos un malhumorado calvo cruzó el umbral, tenía un porte imponente y unos músculos grandes.

—El idiota de pelos oxigenados me dijo que no quería el turno de la mañana así que, ¿qué te queda por hacer? —pronunció frívolo, tal vez indiferente. Sí tenía un timbre grueso, aunque una enunciación lenta.

—¿Puedes evitar los insultos? Ahora estoy limpiando los suelos —no había notado mi malestar y debilidad hasta que las palabras salieron de mi boca.

—Oye, ¿te sientes bien?

Se veía amable, no sé por qué Eli lo había pintado como un insensible o grosero. Además del feo vocabulario, la preocupación por mi ánimo estaba ahí, siendo ambos completos desconocidos.

El lujo de amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora