Capítulo 31: Me enfermé

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Desde esa noche no habíamos tocado el tema del sexo en lo absoluto, obramos con total normalidad. A veces, cuando la penumbra me cegaba y me estrujaba contra la espalda de Elián, me llegaba el sentimiento de duda. Optaba por callar y no causar más revuelo.

Sin embargo, había algo que él había rescatado de ese día y no podía quitárselo de la mente.

—¿Recuerdas el día que Moli llegó al orfanato? —memoró de repente.

Estábamos dando vueltas en el colchón buscando la suficiente motivación para levantarnos. La mañana estaba muy oscura por las grises nubes que pronosticaban lluvias. Ya habíamos despertado hace tiempo, sólo queríamos darnos aquel gustito de permanecer acostados en nuestro colchón, allí refugiados en unas sábanas dentro del viejo edificio.

—Claro, ella estaba muy asustada por algo. La pobre se aferraba a Rony a más no poder.

—La tratabas tan bien... Desde el primer momento lo pensé, Zari, serás una madre perfecta —una sonrisa creció en sus labios.

—Gracias, Eli —me limité a decir con la vista fija en el techo.

En cambio, él estaba acostado sobre su estómago con sus codos clavados en el colchón. Percibí el atisbo de ilusión en su voz casi al instante que soltó la primera letra.

—Estuve pensando en ello. ¿Te imaginas cómo sería nuestro hijo? Como la mitad de ti y la mitad de mí. Lo imagino tan bonito. No sé cuántos tendremos, pero no importa, aceptaré la cantidad que tú desees. Nos veo a todos como a una familia unida, yendo a paseos nocturnos, tú y yo preguntándoles cómo les fue en su día y tal vez asustar un poco a sus parejas. ¡Será todo un sueño!

—Ajá.

Su mirada cayó en mi rostro y me atreví a observarlo. El desconcierto que emanaba me hizo querer escurrirme debajo de las sábanas.

—¿Estás bien? —estaba preocupado, aunque intentó disimularlo. Esos ojos oscuros rodeados de pestañas me escrutaban como si se encontrará por primera vez ante mí.

—Sí —aseveré con un hilo de voz.

—Estás muy callada, casi perdida en otro mundo, tu voz está rara, tienes los ojos cristalizados y las mejillas rojas —enlistó sus observaciones como una pregunta tácita de mi estado.

Quiso acariciar mi rostro, pero detuve su muñeca y me levanté como un resorte.

—Estoy bien. Ya es tarde, tenemos que salir para llegar a la estación y empezar a trabajar.

Se levantó de igual forma y me persiguió con una paciencia que advertía lo prudente que intentaba ser.

—Ven, Zari —dijo en un suspiro acongojado. Cuando me tuvo en sus brazos posó sus labios en mi frente durante mucho tiempo. Al acabar, ya no había ni un vestigio de aquel Elián que hablaba sobre nuestros hijos, ahora no podía transmitirme más que pesar—. Mierda, Zara, estás ardiendo en fiebre. ¿Por qué no dijiste nada?

—No malas palabras. No lo dije porque no es nada, en serio, está bien —usé todo mi poder de convencimiento para persuadirlo—. ¿Podemos ir a trabajar?

Me sorprendió que no se haya disculpado por la palabra que se le había escapado.

—No, claro que no. Por lo menos no tú. Recuéstate —declaró como si mis palabras fueran las de una maníaca.

Para ese entonces ya se había metido en el baño para traerme un paño de agua fría, semejante a cuando tenía cólicos. Al notar que seguía de pie en mi lugar su ceño se frunció.

—Sólo es una gripe, nada de qué preocuparse o por lo que no pudiera acompañarte.

—Nada de eso. Seguramente atrapaste el virus ese día que volvimos de la estación empampados y con ese frío sepulcral, ahora mutó y es obvio que no puedo dejarte salir cuando parece que el cielo se caerá. Así que acuéstate.

El lujo de amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora