Capítulo 8: Primeras inseguridades

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—Siento miedo, Zari. Y no me gusta sentirlo —confesó a mitad de la calle, expulsando el vaho por su boca. Su tono no decía más que lo mismo que sus palabras; estaba tan aterrorizado...

—Yo también. Esto es horrible. Pero nosotros no controlamos el sistema de las camas, Olga es la encargada de ello. ¿Qué más podemos hacer? —resguardé mis frías manos en el abrigo que Elián había conseguido para mí. Lo miré de reojo bajo la penumbra del lugar, su dorado cabello y brillantes ojos destacaban en la oscuridad de la noche.

Las ramas de los árboles se acariciaban entre sí con cada ventisca y desprendían algunas hojas marchitas. El otoño traía esos colores anaranjados y marrones que sólo podía apreciar en los árboles del patio. Me gustaba, aunque no tanto como la primavera.

—No me refería a lo de las camas. Mucho menos a Rebeca —hizo una pausa recobrando el aliento—. Tengo miedo de perderte a ti —sus ojos iban de un lado a otro en mi rostro, como si estuviera examinando mis rasgos para ver un cambio en mi expresión.

—¿Cómo podrías perderme? Sabes que jamás me alejaría de ti.

—¿Segura? —insistió mientras mordía su labio inferior con nerviosismo y elevaba sus cejas para confirmarlo.

—Segura —repetí sintiendo curiosidad por su repentino terror—. ¿Por qué preguntas?

—Es que... últimamente nos siento distanciados. Te quiero a ti cerca de mí, siempre. ¿Estoy mal por desearlo?

—No, Elián —susurré con una sonrisa guindando en mis labios. Me acerqué a él y lo tomé del gancho para seguir con nuestro paseo sin destino—. No está mal que te sientas así porque... yo también lo siento a veces.

Inspiré el fresco aire de la noche y por un segundo elevé la cabeza hacia las estrellas lejanas, casi imperceptibles. Me aferré más a él y apoyé mi cabeza en su hombro sin dejar de dar pasos cortos.

—Quizás estamos alejados por la nueva compañía, es decir, son los primeros días de Moli y Rebeca, estamos ayudándolas. Por eso no tenemos tanto tiempo a solas como antes de su llegada.

—Le gustas a Rebeca —anuncié sin poder contenerme.

Los secretos eran inexistentes entre nosotros, la simple idea de ocultarnos algo el uno al otro era una equivocación. Nos conocíamos de pies a cabeza, de alma a razonamiento; conocer a tal profundidad provoca ganas de mantenerse así de transparentes por el resto de tus días.

—Bueno.

Eso fue todo lo que dijo. Su expresión se mantuvo impasible, su tono tan plano y falto de emoción que me tomó desprevenida.

—¿Y a ti te gusta ella? —indagué sintiendo un pinchazo de miedo en el centro de mi pecho.

—No —contestó de inmediato. Lo reforzó negando con la cabeza. Sus cuerdas vocales adaptaron un timbre dulce, cauteloso y suave—. Sé que estamos en el camino de descubrir los sentimientos, pero te juro que Rebeca no saca ninguno de mí.

Colocó su brazo sobre mi hombro para que volviera a acomodar mi cabeza en el suyo.

—No quiero volver —confesé—. No quiero regresar para que tú duermas con ella, quiero acostarme y que tú estés a mi lado, abrazarte para no sentirme sola.

Me miró por incontables segundos, me vio vulnerable, rogando por su presencia. Aun así, no me preocupaba por que supiera la verdad, pues el sentimiento era mutuo.

—Tengo la solución, pero demos otra vuelta más, ¿sí?

—Está bien.

Continuamos respirando la libertad, olfateando el aroma a otoño y disfrutando del toque que mantuvimos durante todo el camino.

El lujo de amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora