Él solía referirse al mundo como una maravilla que yo debía conocer algún día.
Pasaba horas narrándome sus aventuras de la niñez, me daba una idea de las cosas básicas que él sabía y repetía las enseñanzas de sus padres. A los 10 años él ya tenía claro lo que la vida significaba.
—¿Puedes decirme qué dice allí? —musitó Elián con una suavidad que me transmitía paz.
Sus ojos cafés estaban puestos en mi rostro emocionado. Mientras los chicos en el orfanato pasaban su tiempo acostados en la habitación o gastándolo en sentarse solos en el patio, nosotros decidimos quedarnos en la extendida mesa del comedor.
Desprendí una sonrisa antes de aclararme la garganta y hacer lo que pidió.
—En la oscuridad, en el silencio, el mundo parece ir más lento —pronuncié orgullosa por la comprensión y fluidez.
—Ya está, aprendiste a leer.
Rodeó la mesa y me abrazó con una sonrisa que demostraban los dientes que le faltaban. Elián pasó varios días enseñándome a leer con las canciones escritas de su padre, eso fue lo que conservó de Daniel, de su madre consiguió unos llaveros con forma de estrella que tenían un concepto secreto.
Todos en el orfanato tenían algo a qué aferrarse, por las noches podía observarlos con cosas extrañas en manos, sabía que había una historia detrás de cada inusual objeto. Algunos lo llevaban por sus padres, tal vez era el último obsequio que les habían entregado, y otros sólo les recordaba cómo era su vida antes de llegar aquí.
Yo había llegado con los bolsillos vacíos y el alma destrozada, como si al entrar me convirtiera en una persona distinta. Lo único que guardé fue el oso de felpa con su mantita que había encontrado en la calle, me hacía sentir que no estaba sola durante los días en los que él no estaba.
Lo siguiente que me enseñó fue matemáticas básicas. Cada vez que terminaba un ejercicio él me felicitaba asegurando que estoy dotada de inteligencia. Ese fue nuestro primer juego, Elián siendo el profesor y yo su alumna predilecta.
En el orfanato no había escuela, tendría que haber existido alguna, pero Olga suministraba su dinero de forma que nuestros beneficios fueran mínimos y su ganancia máxima. Ella recibía dinero del estado por cada niño en el orfanato, con ello compraba la comida para nosotros y cubría los gastos del hogar. Sin embargo, se quedaba con gran parte en vez de utilizarlo en arreglos para el lugar, más camas o una escuela con profesores.
No había que hacer mucho en el orfanato así que nuestro segundo juego fue el del príncipe y la princesa.
—Mi lady —pronunció él haciendo una reverencia—. ¿Quiere usted ir a mi castillo?
—Cuando usted desee, Su Alteza —respondí entre un par de risas bobas.
Su mano envolvió la mía para guiarme hacia la cama. Nos escondimos debajo de las sábanas como si el panorama hubiera cambiado en lo absoluto.
—¿Le gusta, princesa? —preguntó señalando el estrecho espacio. Mordí mi labio mientras asentía— Qué bueno porque le tengo una sorpresa.
—Ah, sí. ¿Qué tiene preparado para mí, señor?
Se salió de la cama un minuto pidiendo que me quede allí. Cuando regresó, en sus manos sostenía una corona hecha de papel. Se acercó cuidadoso y la colocó sobre mi cabeza. Sus ojos se veían radiantes, regocijantes, encantados.
El tiempo huía, nuestros cabellos crecían, sus dientes salían rectos, los juegos fueron disminuyendo. Fuimos cambiando, la adolescencia nos estaba atrapando.
Para los trece años las charlas eran nuestro pasatiempo más preciado. Pasábamos horas debatiendo cosas sin sentido como si tuviéramos idea de lo que hablábamos. Así fue como formamos nuestro propio pensamiento. Por las noches los niños nos siseaban fastidiados, pero no podíamos parar.
—¿Crees en Dios? —me preguntó una tarde que estábamos sentados en el césped del patio admirando las nubes grisáceas.
El patio no era muy grande ni tenía algún lujo. Había un césped larguísimo que olvidaban cortar, dos árboles frondosos y un poco más allá tierra infértil en la que siempre se formaba un barro asqueroso.
—No, la verdad es que la religión no se me hace muy verídica.
—¿Por qué?
—Si Dios existiera y fuera justo ninguno de nosotros estaría aquí, sino con familias perfectas o vivas —argumenté estirándome hacia atrás buscando el sol entre el oscuro día—. ¿Tú qué crees?
—Es extraño. No pienso en un hombre con poderes y barba cuando hablan de fe, sino en un espiral colorido que forma la palabra destino. Es como si no fuera una acción pensada por alguien y mandada desde el cielo, algo más como una fuerza que se va modificando constante e involuntariamente, ¿me entiendes? —se giró para ver mi perfil. Su deje a veces profundo y a veces agudo me causaba gracia, ahora estaba sereno y neutral.
—¿Como una balanza?
—No, eso sería algo muy justo y equilibrado. Me lo imagino como si cada persona llevara una forma recortada de manera irregular y esta va coincidiendo con el de las demás.
—Me gusta esa visión.
—Aunque sí creo en que después de la muerte existe el cielo y el infierno, sólo que sin ser liderado por nadie —acondicionó rascándose la barbilla—. ¿Dónde piensas que están mis padres ahora?
Volteé buscando sus ojos cafés. De pronto su expresión denotaba una capa de tristeza que no me gustaba que sintiera. Acaricié su mano en modo de consuelo antes de darle una sonrisa de boca cerrada.
—Ellos están en el cielo como tus ángeles de protección, ¿sí?
—Sería tan trágico que no hubiera nada más que oscuridad tras la muerte —reflexionó en un suspiro pesado.
Hacia los quince años los problemas se dieron su propio espacio.
¿Por qué no pudimos quedarnos en ese tiempo de aprendizaje interesante, juegos de imaginación y charlas interminables?
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El lujo de amar
Teen FictionAnoche pensé en él. Recordé las palabras que me dedicó alguna vez "Tú eres todo lo que necesito para estar bien" "Eres mi familia" "Nunca te dejaré". Recordé las caricias, incluso su mirada. Me acuerdo a la perfección cómo nos conocimos: en aquel...