Capítulo 28: Formamos una rutina diaria

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Hubiera agradecido que alguien me advirtiera de los cambios que sufriría con el período. Todo el tiempo sentía una incomodidad inolvidable, los cólicos me golpeaban de repente y necesitaba acostarme de tal forma que no me doliera.

Sinceramente, a veces fingía que estaba bien mientras las punzadas me aprisionaban semejante a espadas perforando mi piel. Elián trataba de hacer lo posible para calmar los dolores, pero no teníamos el suficiente dinero para comprar píldoras que me aliviaran.

—¿Dónde te duele? —me preguntó la primera vez que vio retorcerme en el colchón.

Mis ojos estaban cerrados, lidiaba como podía con lo que sentía. Le señalé la parte baja de mi estómago y él asintió. Se metió al baño y unos segundos después volvió con una toalla de manos húmeda. Se agachó a mi lado y busco mis sufridos ojos, los suyos brillaban en compasión.

—¿Puedo? —musitó temeroso.

Tras mi confirmación desabrochó el primer botón del jean y colocó la tela sobre los puntos que le indiqué, estaba mojada con agua caliente por lo que se sintió agradable al contacto.

—¿Qué es?

—Cuando me golpeaba accidentalmente por jugar, mi madre aliviaba el dolor dejando encima de la herida un trapo con agua caliente o cubos de hielo. No sé cuál debería aplicar ahora, pero no tenemos un refrigerador para crear cubitos y pensé que tal vez ayudaría —lo narraba de una forma suave, tranquila y apacible. Minutos antes le comuniqué sobre el dolor de cabeza así que trataba de hacer el menor ruido posible—. ¿Lo hace?

Apretó ligeramente la tela logrando que mi piel absorbiera el calor, mientras la otra mano apartaba los cabellos de mi frente. Me dedicó una suave sonrisa para darme fuerzas.

—Sí, aminora mucho más el dolor. Gracias, Eli.

Sus comisuras se ensancharon más al recibir mi afirmación. Besó mi frente como despedida.

—Te quiero —susurró antes de tomar la caja de chicles.

Él continuó trabajando, tenía un horario más corto porque se preocupaba de dejarme sola por mucho tiempo. A veces regresaba a verme tres veces al día, me preguntaba cómo me sentía, si necesitaba algo o si quería que se quedase. No podía ser así de egoísta y prescindir de su presencia a todas horas, sólo le pedía que hiciera lo que en ese momento quisiera de verdad.

Cada tarde regresaba con el dinero y el alimento que consumiríamos más tarde. A veces, cuando me sentía bien por la noche, cocinábamos la cena juntos. Le mostré los platillos menos costosos que podríamos hacer con lo que Pilar me había enseñado en el orfanato.

Hubo un día en específico en el que me quebré. No sabía que esa cosa también era capaz de manejar mis emociones a su antojo. Además, el tiempo a solas me hacía darle vueltas a mi cabeza como las manecillas a un reloj.

—¿Por qué me quieres? —inquirí esa noche. Mi voz no era más que un fino hilo que estaba pronto a quebrarse.

La oscuridad nos daba un aire de complicidad, las mantas nos resguardaban del gélido invierno y su cuerpo me contenía, pero no era suficiente. Había algo dentro de mí, una espinilla en mi corazón que se enterraba con cada palpitación que Elián me provocaba.

Todavía no íbamos a dormir, por esa razón recosté mi cabeza en su pecho y él dejó su brazo debajo de mi espalda. Al escuchar mis palabras, lo enredó con mayor fuerza a mi cintura.

—¿Qué clase de pregunta es esa? Es obvio que te quiero por quien eres.

—¿Por qué? ¿Cómo es que me quieres cuando nadie antes lo ha hecho?

El lujo de amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora