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Roger era... bueno, a veces no hay palabras para describir a las personas como él. Lo único que se puede hacer es tratar de entenderlas; y eso fue lo que Elizabeth hizo tres años atrás cuando llegó a Berna, Suiza y conoció a cierto rubio en su no tan bonito edifico ubicado en una calle no tan agradable.

En ese entonces Roger tenía sobrepeso y se ganaba la vida tocando en bares con su compañera de habitación para poder completar el dinero para pagar una especialización en neurología, lo que hizo que sus muy continuas y ruidosas prácticas llevaran a Elizabeth al piso de arriba y tocara a su puerta con los dos puños, totalmente enojada.

– ¿Qué?– le espetó él cuando abrió y la miró de arriba abajo.

– Oye amigo, no eres el único que vive en el edificio, ¿sabes?

– ¿Y qué?

– Son las dos y media de la mañana, y si no callas esa batería para cuando vuelva a mi apartamento, voy a regresar con un martillo de demolición, tiraré esta misma puerta y destrozaré cada instrumento que me encuentre en el camino a tu trasero, ¿entiendes?

Roger sonrió y se pasó la mano por el cabello.

– Me caes bien– fue lo que le dijo antes de cerrar la puerta.

Esa y el resto de las noches, Liz no volvió a quejarse del ruido.

Con el paso de los meses una extraña amistad fue surgiendo. Inició con encuentros comunes y pequeñas charlas en el elevador, luego con algunos chismes y críticas hacia la Señora Fitz en el 402 que terminaban en risas y burlas, más tarde empezaron a visitarse mutuamente pero generalmente en el apartamento de Liz, ya que la compañera de Roger, Antonia, la odiaba por algún motivo. Cuando el rubio finalmente se atrevió a decirle la verdad a Liz, dos años después, ella no dijo nada por varios minutos, solo se limitó a mirarlo fijamente esperando que le dijera en cualquier momento que era una broma, solo que eso no pasó.

– ¿Estás enamorado de ella?– gruñó furiosa, empezó a negar con la cabeza–. Ya lo veía venir, pero no me lo quiero creer.

– A mí también me gustaría que fuera mentira...

– Antonia es lo peor que una persona puede ser– aseguró en voz alta–. Ella te trata como una basura; te critica por querer terminar tus estudios, te insulta, se burla de tu peso y tú aun así la quieres. No sé cuánto amor propio tienes que necesitar para entender lo masoquista que estás siendo.

– Sabía que ibas a reaccionar así, por eso no te lo quería decir.

– Es que tú no puedes estar con ella.

– ¿¡Por qué no!? ¿¡Por qué somos diferentes!?

Liz estuvo a punto de abofetearlo por imbécil, pero se contuvo. Ella no era violenta.

– ¡Porque quiere que cambies, que seas igual que ella!– exclamó histérica, luego cerró los ojos y respiro profundo para tranquilizarse–. Una vez mi hermana me dijo que si para gustarle a alguien más tienes que dejar de ser la persona que eres, no lo vale, y te digo que tiene razón. Eres mi amigo y por eso te lo digo. Tú ya eres perfecto así, y si ella no lo puede ver que se joda... pero si tú tampoco puedes verlo, no hay nada más que yo pueda hacer. No me quedaré a ver cómo te conviertes en su maldito títere y te hundes en la misma porquería que ella.

Esa discusión marcó la vida de Roger de cierta forma, y todo porque su vecina de abajo le había dicho lo que nadie más pudo. Una semana después Antonia se mudó y él tomó la iniciativa para empezar su propio cambio y así convertirse en la mejor versión de sí mismo. Fue un cambio que inició de afuera hacia adentro. Primero limpió todo el apartamento, y eso quiere decir que eliminó todo lo que no servía y lo que sí lo organizó y le dio un lugar específico, tal como quería hacer con su vida. Luego lo pintó con ayuda de su nueva compañera de habitación, y al terminar bajó los siete pisos por las escaleras e hizo lo que tenía pensado hacer desde hacía más de tres años: se inscribió al gimnasio. Empezaría ese mismo día, un martes. No el lunes como se prometía una y otra vez frente al espejo cada vez que salía de la ducha y al igual que hacía todo el mundo. Él iba a bajar de peso, y no lo haría por Antonia o para verse bien, sino porque quería empezar a quererse a sí mismo de una vez por todas y quererse implicaba cuidarse. Eventualmente con el paso de los meses, Roger mejoró, no fue nada fácil, pero lo hizo. Bajó de peso y estudió lo que quería. Entonces, tras un año, ya quería darle otro giro a su vida y decidió que Suiza ya no era el lugar para hacerlo. Liz le habló de su hogar y en lo mucho que quería volver. Roger lo vio como una oportunidad, ir a la ciudad natal de su mejor amiga sería excelente para todos, aunque no tanto para Liz que todavía le quedaban seis meses para terminar su maestría en Arquitectura y Urbanismo. Él le comentó su idea y ella, con tristeza, lo aceptó, después de todo no podía atar a su mejor amigo a una ciudad que no lo hacía feliz y no le ofrecía lo que buscaba. Roger, esa misma tarde, usó todos sus ahorros de cuatro meses y compró dos boletos a su nuevo hogar.

El Fin (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora