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La ciudad hacía su ruido habitual, vehículos de aquí para allá, personas ensimismadas en sus pensamientos, unos riendo, otros conversando, otros pocos más de la mano, una que otra persona jugando a no pisar las rayas disimuladamente, para Mérida, por algún motivo todos parecían más felices que nunca.

Llegó a una cafetería a la cual nunca antes había ido y se sentó afuera, cerca de unas grandes macetas llenas de flores. Necesitaba pensar, casi tanto como necesitaba dormir. Se quedó varios minutos observando el mundo a su alrededor, quería sentirse parte de él al finalmente librarse de Alice, pero por algún motivo la paz que tanto anhelaba nunca llegó. ¿Por qué no se sentía tranquila? ¿Qué más tenía que hacer?

Un camarero le trajo el capuchino que pidió y ella le agradeció casi en un susurro. No iba por la mitad cuando unas risas estruendosas llamaron su atención. Levantó la cabeza del líquido café y miró hacia el frente, un grupo de cuatro chicos, de su edad probablemente. Todos ellos miraban sin disimulo alguno a una joven de no más de quince años que iba saliendo de la cafetería, llevaba unos libros muy apretados contra su pecho y se veía muy incómoda ante sus miradas. Pensó en Sarina.

– Lo que haría con esa faldita– dijo uno de ellos. Mérida no lo escuchó pero pudo leer sus labios.

La chica se fue y Mérida se quedó quieta, muy quieta en su silla con la mirada en los tipos. Los estudió a cada uno de ellos, analizó sus gestos, sus movimientos, sus expresiones, todo en un minuto. Cuando vio suficiente dejó un billete bajo el servilletero y se levantó con ganas de arruinarle el día a cuatro imbéciles. Caminó hacia ellos y al ver que no había una silla adicional en la mesa, ella agarró una y se sentó entre todos ellos quienes la miraban como si se hubiera vuelto loca.

– Si quieres mi número, puedes pedírmelo muñeca, no hay necesidad de llamar la atención– comentó uno de ellos con una sonrisa juguetona.

Mérida apretó los labios y se inclinó para apoyar ambos codos sobre la mesa, pasó la mirada uno por uno antes de hablar.

– ¿Tu nombre es Edgar, cierto?– le preguntó al que soltó el comentario anterior.

Él la miró con confusión.

– ¿Nos conocemos?– le preguntó adoptando su posición, quedaron frente a frente–. Si nos acostamos y no lo recuerdo no te lo tomes personal, suele pasar.

– ¿Acostarnos?– Mérida sonrió y ladeó la cabeza–. Que yo sepa no tengo pene y soy lo suficientemente inteligente como para observar que te gustan las personas que lo tengan, que son: los hombres.

La sonrisa de Edgar se borró por completo y el silencio invadió el lugar unos segundos, luego sus amigos soltaron unas leves risas que se fueron haciendo más fuertes cada vez, como si lo que ella acababa de decir fuera lo más estúpido que hubieran escuchado. Mérida se reclinó nuevamente en la silla y cruzó los brazos. Ahora sí venía lo bueno.

– Te estuve observando desde allá durante un rato y la mayoría del tiempo estuviste viendo disimuladamente a este tipo de aquí con la camisa de un equipo de fútbol que ni siquiera le gusta, si lo hiciera habría notado que Roberto Medina, uno de los principales defensas salió de esta misma cafetería hace como dos minutos, pero no lo hizo ya que estaba muy ocupado acariciando tu entrepierna– Edgar abrió la boca furioso con intención de contestarle y Mérida levantó la mano, no había terminado–. Acosas a las mujeres para reafirmar tu posición ante un montón de idiotas y ni siquiera te gustan, lo haces porque no tienes la suficiente confianza en ti mismo como para admitir que te gustan los hombres, y claro, no es que esté mal simplemente que es hipócrita de tu parte.

– ¿¡Quién mierda crees que eres!?– el otro sujeto llamado Lucas se levantó bruscamente de la mesa y un poco de saliva salpicó en la mejilla de Mérida–. ¡Lárgate de aquí, zorra!

El Fin (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora