1: El primer viaje

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No tendría más de veinte inviernos la primera vez que me embarqué junto a mi padre, y mi hermano, hacia las islas británicas.

Solo era una nave con treinta hombres y mujeres a bordo, navegando en dirección oeste. Con mucho que perder, pero más que ganar según mi padre el jarl Asgeir.

En el último tiempo, mi padre se había empecinado en la idea de asentarse en una nueva tierra, que tuviera mejores condiciones para sembrar y criar animales.

—¿Crees que tan pocos hombres serán suficientes? –le pregunté, cuando él estaba aferrado al timón de la nave-. ¿No es muy arriesgado?

—Lo es, pero no tenemos muchas alternativas, ¿verdad? Hemos de conquistar un nuevo suelo, aunque sea por la fuerza.

En nuestra región los inviernos son duros y los veranos muy cortos, por eso él pretendía obtener un lugar que fuera más benigno con sus habitantes. Un hogar donde pudiera llevar una vida más pacífica: cambiar la espada por el azadón.

-¿Las que tenemos no bastan?

—Es que tú no has visto lo que yo: prados verdes hasta donde alcanza la vista. Puedo imaginar un salón construido sobre con fuertes troncos y muchas ovejas que nos darán su leche y su lana... En casa estamos condenados a vivir entre el mar y la montaña, en una tierra agreste que lo único que nos ha dado es un suelo duro, que apenas sirve para cultivar algo de grano. Tú sabes mejor que nadie eso, Bera.

—Lo sé, pero es mi hogar. Es donde están nuestros dioses. ¡Allá, en esa nueva tierra, pretenderán que adoremos al dios cristiano!

-A dónde sea que vayamos, hija mía, nuestros dioses nos acompañarán.

-¿Estás seguro, padre?

—Ya no soy tan joven Bera. Antes de ser guerreros fuimos granjeros. No sé en qué momento nuestra forma de vivir cambió, pero la sangre me tiene hastiado. Quisiera regresar a los inicios, pero en un lugar donde nuestros jóvenes tengan mejores expectativas, no solo de vida, sino también de sustento.

—¿Y si no lo logramos? –protesté nuevamente. -¡Es la primera vez que harás un viaje tan largo! Gardar me ha dicho que otros navegantes han sucumbido a las olas.

—Debes tener confianza, hija mía. La derrota no forma parte del lenguaje de un guerrero. El buen Thor no guiará para que lleguemos con bien a Eyre, ya verás... Solo quiero pedirte una cosa, Bera -dijo él, después de una larga pausa-, que te mantengas alejada. Si te sucediera algo no me lo perdonaría.

—¡Padre! ¡No me he preparado tantos inviernos para quedarme detrás de la línea! Soy una escudera y vine a realizar lo mismo que hacen los hombres: saquear... Y matar al que se interponga en mi camino.

En mi cabeza todo era muy sencillo. Lo había practicado innumerables veces con mi hermano, o cualquiera que estuviera dispuesto a medirse en una lucha amistosa. Inclusive había participado en saqueos menores, a las aldeas vecinas, junto a otros hombres y mujeres. Pero enfrentarme a lo desconocido me causaba temor, aunque no lo admitiría ante nadie.

—Si te comportas como uno más de mis guerreros no podré protegerte.

Me irritaba que mi padre continuara tratándome como a una niña pequeña.

—No espero un trato distinto. Soy una más de tus hombres, al igual que las otras mujeres que navegan en esta nave. Si caigo en la batalla, será una muerte honrosa.

—A tu madre no le gustaría verte hecha una escudera –señaló él con algo de tristeza en la voz.

No conocí a mi madre, porque murió al nacer yo. Lo único que sé de ella es lo que padre me ha contado, que fue una mujer muy hermosa, hija de Harbard el Sabio. Proveniente de una larga estirpe de guerreros. A veces quisiera tener algún recuerdo de ella, aparte del cuchillo que mi padre me dio cuando cumplí quince inviernos.

El legado de una vikingaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora