HABÍA UNA VEZ

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Había una vez un niño rubio, con las mejillas gorditas, sonrojadas y un ChupaChups en una mano. Miraba con atención la calle de al lado, concretamente el jardín delantero de sus vecinos, una familia canaria que se había mudado la semana anterior. Allí, sobre el césped verde de primavera, otro niño, más alto, más delgado, y mucho más moreno, jugaba con una pelota de futbol que brillaba con la luz del sol.

Los ojitos miel se abrieron con sorpresa cuando ese niño tiro alto la pelota, tanto que tuvo que levantar la cabeza, haciendo que su tupé se moviera con el aire y acabará recorriendo su frente con ímpetu. Y entonces la pelota amarilla salió a la carretera, unos metros delante suyo.

Con rapidez, dejó caer su chupa chupa al suelo y salió a por ella sin darse cuenta del coche que avanzaba por la carretera y que estaba a punto de pasar justamente por donde la pelota había decidido caer.

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Había una vez un niño moreno que había tenido que abandonar su isla con tan solo siete años, un poco vergonzoso, miedoso tal vez, pero el más mimoso de esa casa. Salía a jugar al jardín con su pelota preferida, y siempre veía al niño rubio como el sol mirándole.

Un día se le escapó la pelota al lanzarla muy alto, y temió porque se le escapara calle abajo y la perdiera para siempre. En cambio, cayó en medio de la carretera, en el carril que quedaba frente a la casa del otro niño al que nunca se atrevió a invitar a jugar.

El mismo que vio como se lanzaba a por su pelota al mismo tiempo que un coche negro atravesaba la calle. Se tapó los ojitos con la mano, un nudo instalándosele en la garganta y el miedo en su pecho.

Cuando el ruido del coche ya estaba demasiado lejos, apartó las manos y abrió los ojos. Se encontró el mismo sol frente a él, mechones despeinados y respiración agitada. Y una pelota en sus blancas manos.

- Se te fue. - Tenía las comisuras de la boca manchadas con algo pringoso, y cuando tocó la pelota la notó pegajosa. Pero nada le importó cuando la dejó caer de nuevo y se abrazó al cuerpo chiquito y regordete que tenía delante y que había salvado su juguete favorito.

- Gracias. - Le oyó decir Raoul, que esbozó una sonrisa tierna mientras le devolvía el abrazo. - ¿Quieres jugar conmigo?

Asintió, separándose y temblando de la emoción.

- Sí. Yo me llamo Raoul.

- Yo Agoney.

Compartieron una sonrisa y una tarde de pelota. Y años más tarde, en esa misma pelota habría escrito un mensaje, una propuesta, una declaración. Y un Agoney de catorce años la lanzará al jardín de su vecino, dejando que el rubio la leyera, entrara a casa corriendo a por un rotulador, y escribiera un "yo también te quiero" con letras temblorosas.

Mini Ficciones// RAGONEYDonde viven las historias. Descúbrelo ahora