Lo Sabrías Con Su Latido

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La llamada terminó y William pudo respirar con tranquilidad. El barco había llegado a Liverpool y estaban descargando la mercancía sin problemas. Si seguía así, pronto todo volvería a su lugar. Sabía que lo mejor era irse del país, a un lugar donde no lo pudieran encontrar, pero si huía, nada se resolvería.

Antes de que sus padres y Margaret murieran pasaba cada invierno en esa casa. No había vuelto desde sus muertes. Ahí había muerto Margaret. Once años habían pasado, pero lo recordaba como si fuera ayer. No había llegado a tiempo, no había muerto él por protegerla. No iba a dejar que eso pasara de nuevo. Se levantó de la silla y dejó allí sus recuerdos.

Lo que más le gustaba de esa casa era la casita de cristal, así le decía cuando era niño. Era un invernadero que nunca había llegado a ser. Su esposa había pasado la mayoría del tiempo allí, sentada en un sofá, con unas mantas encima y un libro en las manos. Lo gracioso era que siempre que la encontraba allí, no estaba leyendo.

De nuevo, miraba a través del cristal. Ella era la única flor del pequeño invernadero. Sonrió. William sintió una carga pesada en el corazón. Era un peso cálido, pero que lo llenaba de pánico. Podría perderla. Se sentó a su lado. Ella lo miró. Estaba menos pálida que antes, más robusta, menos perdida. William sintió que si lo abandonaba iba a morir.

— ¿Cómo te fue con el cargamento? — preguntó.

Ultimamente hacía muchas preguntas, de sus negocios, de su pasado, de Margaret, de sus padres, de la vida en general.

— Llegó bien.

— Por tu rostro pensé que algo había salido mal.

— No, todo está bien.

"Solo que me conmueves y me distraes", pensó William.

— ¿Qué leías? — le preguntó él a ella.

— Son poemas.

William miró el texto. Estaba en español. Ella le había dicho que era de Colombia.

— Lee uno de amor para mí — pidió.

Carolina asintió y William pudo ver una tímida sonrisa. Ella exhaló y empezó a hablar.

Me gustas porque sí. Sencillamente
mi corazón te quiere. No hallaría
la palabra de íntima alegría
que te expresara lo que mi alma siente.

Y yo te quiero así. Tan simplemente
como el agua al paisaje; como el día
a la rosa que alza su ufanía
frente a la primavera floreciente.

Te amo con sencilla transparencia,
con un amor apenas insinuado
que se vuelve silencio en tu presencia.

Con un tan dulce corazón herido
que si no te dijera que te he amado
lo sabrías con su latido.

Cuando ella dejó de leer, William estaba sonriendo, como un niño pequeño, con esa felicidad sencilla y pura.

— ¿Puedo besarte? — preguntó William.

Carolina le abrió los ojos y sus mejillas se pusieron rojas. A pesar de lo que William había dicho, las dos semanas de Luna de miel habían pasado y ellos no habían consumado el matrimonio. William ni siquiera la besaba, sólo la abrazaba y a veces besaba su frente. William le estaba dando tiempo. Ella le respondió con otra pregunta.

— ¿Me pediste que me casara contigo para hacer miserable a James?

Esta vez fue William el sorprendido. Carolina cada día hacía preguntas más directas, pero nada como esta. William se masajeó el mentón.

— Sí y no. En parte sí quería venganza, pero aproveché la situación, porque sabía que era la única forma en la que vendrías conmigo.

— No era la única, William. Cuando salí contigo, me gustaste.

Ella negó con la cabeza y volvió a su libro, se veía enfadada. William se rio. Era la primera vez que la veía enfadada, que demostraba su enfado.

— No te rías — ordenó ella.

— Es que... Tú... — siguió riéndose.

Carolina se arrodilló en el sofá y le pegó distraídamente en el hombro con el libro.

— Es en serio — dijo, golpeando una última vez —, todos los hombres son estúpidos.

— Lo sé — William trataba de controlar su risa.

— Ahora déjame leer — pidió y se sentó de nuevo.

William le quitó el libro en un movimiento rápido y se levantó del sofá. Carolina también se puso de pie y trató de recuperar el libro, pero William era más alto.

— Te tengo un trato. Tu libro por un beso. Es la única manera — reprochó William.

Su esposa balbuceó algo y se sentó en el sofá de nuevo, haciendo un puchero, tapándose hasta el cuello con la cobija. Todo su rostro estaba rojo. William sonrió, no sabía si había escuchado bien, pero esperaba que sí. Él se sentó a su lado y le dio un beso en la mejilla.

— ¿Leerás en voz alta para mí? — pidió, dándole el libro.

— Sí — dijo, aún con su expresión de niña malcriada.

William se metió debajo de la cobija y Carolina se recostó en su hombro al mismo tiempo que empezaba a leer los poemas. Hacía mucho tiempo no se sentía así de relajada, tan tranquila... Hasta feliz.

Donde Viven Las Historias [TERMINADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora