XXXII

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[Odio

muchas cosas.

Pero a ti no podría odiarte.

Porque odio

casi como quiero.

Y contigo

siempre he sido

a doble

o nada]

Elvira Sastre

Baluarte

XXXII

—¿Y bien?

—¿Dudas que lo haya conseguido? —sonrió con alegría—. ¿Te parece bien, mañana, a las diez de la mañana, en la biblioteca central?

—Estoy de acuerdo —al fin lo había logrado—. Traeré el contrato y no olvides “Mi dinero”.

—Sí. Sí. Mañana será… —le dio un beso en la mejilla, dispuesta a marcharse—. No olvides “mi auto”.

Aquello era todo. Finalmente se quedaba con las manos vacías, pero al menos podría comprarse un auto menos lujoso y el resto del dinero quizá le bastaría para sobrevivir hasta que la compañía se recuperará y pudiera pagarles a todos.

Todo iba marchado bien y sin embargo, a pesar de la forma tal despreciable en que ella le trato tan solo una hora antes, no podía sacarle de la mente. Recordaba la manera tan humilde en que iba vestida, con una trenza que había perdido la fuerza y comenzaba a liberar algunos rebeldes rizos. Recordó la forma en que todos sus compañeros le habían visto; siendo tratada como vagabunda, lo había escuchado perfectamente.

Una vez más salió del teatro, era claro que pronto caería una fuerte tormenta; preparo el toldo del que aún era su auto, abordo a este y se preguntó si Eleonor ya habría cenado, para luego no lograr reprimir la ansiedad de ir a buscar a Candy y saber si todo se había resuelto a su favor. Encendió el motor y manejo hasta la comandancia, que no quedaba tan lejos de la estación de trenes y del teatro. Bajo del auto mientras el cielo relampagueaba, aunque aún no comenzaba lo peor, luego entro a la comisaría. No estaba seguro de que decir o si le darían información, llegó hasta el primer escritorio, que en ese instante estaba vacío y mientras buscaba a alguien para preguntar; la vio, en un cubículo del otro lado del pasillo.

Salió con calma y discreción, pero sobre todo antes de que ella le notará, regreso a su auto y se maldijo por ser tan idiota e ir hasta ese lugar tras aquella niña tonta que ni siquiera sabía lo que hacía y que le trataba como si él fuese un vil muñeco de tela con el que pudiera hacer lo que quisiera.

Sin duda alguna necesitaba ayuda profesional de un psiquiatra, psicólogo, o como quiera que se llamasen esos tipos.

x – x – x

Era tarde, era muy tarde y para colmo llovía como si el cielo se estuviera cayendo. En más de una ocasión había pesado en irse y sin embargo ahí seguía esperado una nueva humillación.

Golpeó el volante aún sin poder decidirse, y entonces la vio, saliendo con toda la calma del mundo, como si no lloviera a tales magnitudes y sin percatarse de que estaba a solo unos metros de ella. Parecía que la lluvia no le afectará, caminaba con la cabeza gacha, sin nada que le protegiera de la inclemente tormenta y sin apenas fijarse de nada a su alrededor, y él aprovechó eso para encender el auto y seguirla a una distancia prudente, hasta que desapareció en una entrada de la estación central.

Miles de MentirasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora