Capítulo XII

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La mansión de Madame Celestine no era la más lujosa de Londres pero tenía lo suyo, tanto, que los nobles aristócratas desenfrenados la consideraban aceptable para sus fiestas llenas de orgias, opio y vino, mucho vino. 

Agnes caminó entre el bullicio atenta a cada detalle. Nunca había asistido a una fiesta similar y vaya que la vulgaridad de las personas allí traspasaba los límites de lo impensable. 
Mientras más veía el escenario— hombres y mujeres besándose y manoseándose sin pudor—  las palabras de su mentora Hanami se volvían más concretas que nunca. 

“Quieres saber cómo es realmente una persona, dale una máscara”. 

De cierta manera los nacidos en cunas nobles creían que sus pecados contaban sólo si su cara estaba desnuda, pero si esta gozaba de un antifaz, el pecado le pertenecería al objeto y no a ellos. 

Sin embargo, en ella ocurría todo lo contrario. Siempre cargaba puesta una máscara mostrándole a todos una farsa y estaba deseosa de quitarse esa careta fría para mostrarle a su víctima las llamas del mismísimo infierno. 
Pero todo a su tiempo, se dijo. 

Acomodó su antifaz, bajó un poco su escote y sonrió seductora al fijar la vista en su víctima, no tuvo que esforzarse en encontrarlo, él lo había hecho por ella. Caminó lentamente como una gata seductora; fría, tenaz y atrayente a cada paso que daba. 

Era la sensación del lugar, ella lo sabía, ni siquiera la anfitriona de la libertina fiesta, Madame Celestine, se había robado la atención tanto como Agnes y su sensual y arrebatador disfraz de Cleopatra. Sus piernas eran firmes al igual que su trasero redondeado, no tenía tanto busto pero ese detalle no mermaba la belleza de su anatomía y de su rostro, su cabello largo caía hasta sus tobillos, negro, casi azulado y unos ojos pardos que irradiaban nada y a la vez todo yacían bajo unas largas y tupidas pestañas negras. 

El marqués de Susex había apartado a la mujer que tenía en sus piernas para observar embelesado a Agnes. Se encontraba sentado en un sillón grande con colchones grisáceos vistiendo una túnica blanca, una tela roja cruzada sobre su pecho y la mitad de su pecho descubierto. 

El marqués no iba a esas fiestas muy a menudo, a veces lo hacía para distraer su mente de los negocios, paradójicamente, también lo hacía para conseguir nuevos socios y en ese instante  agradeció al cielo por haber aceptado la invitación, porque de no ser así,  no hubiese gozado del panorama que aquella hermosa mujer le brindaba. 

—Mi emperador— musitó Agnes. 

El hombre parpadeó varias veces por segundo absorto en los ojos de la mujer. Su vista descendió hasta sus labios carnosos y entreabrió los suyos hastiado de palpitante deseo. 

—¿Disculpe? —Balbuceó. 

Agnes se sentó en la esquina del sillón y acercó su rostro al suyo conteniendo las ganas de matarlo allí mismo. 

Tantos años preparándose para ese momento y tenía que mimarlo en vez de torturarlo para cumplir con su plan. El odio desmedido embestía su cuerpo una y otra vez y tuvo que luchar consigo misma para que sus gestos no la delataran, pues el antifaz solo cubría la mitad de su rostro. 

—¿No es usted Julio César, emperador de Roma y…—tocó sus labios con el dedo índice, deslizándolo por su mentón y luego por su pecho descubierto, imaginándose una filosa daga atravesando el corazón del marqués y partiéndolo en una perfecta mitad. Sonrió de oreja a oreja—, esposo de esta servidora? — terminó de preguntar. 

El marqués comenzó a respirar con pesadez y embobado ante la embriaguez de la extraordinaria belleza de la mujer cortó aún más la distancia entre sus rostros haciendo que el corazón de Agnes se acelerara por la adrenalina que corría por todo su torrente. 

ÚRSULA (SAGA:Feme Fatale #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora