Treinta.

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Las risas resonaban fuertemente por todo el lugar, Zabdiel se había puesto rojo cuando un poco de picante pasó mal por su garganta, enviándole ardor y por lo tanto, ahogándose.

Su hijo comenzó a hacer chistes malos sobre aquello y Zabdiel rió, un poco agotado, luego de tomar un gran vaso de agua lo miró divertido, aún con las mejillas sonrojadas.

— No cabe duda que serás idéntico a Erick —murmuró sonriendo—. Todos sabrán que eres su hijo.

— ¿También hace buenos chistes? —preguntó con orgullo y el rizado se encogió de hombros.

— En realidad, yo diría que —un pellizco de Erick lo cortó—... ¡Auch!

Los niños los miraron interrogantes y ambos les sonrieron, entonces Erick se adelantó a hablar.

— No tan bueno como tú, pero definitivamente soy excelente —sonrió inclinándose hacia el frente para acariciar sus cabello—. ¿Quieren ir al parque?

— Pues creo que sí —habló Max, dándole un último sorbo a su bebida—, pero a Mary le da miedo estar fuera.

— Bueno, por eso estamos con ustedes —sonrió Zabdiel—, para cuidarlos. Y no creo que nadie —levantó su brazo, mostrando su conejo— se quiera meter con esto.

La castaña miró con un poco de desconfianza la piel de Zabdiel y acercó su dedo para picar su músculo, siendo observada por los tres. Al sentir que su dedo se hundía comenzó a reír nerviosa.

— ¡Raro! —chilló removiéndose por aquella sensación y todos rieron.

— Bueno —habló de nuevo el niño, llamando la atención de ambos—, y ¿Dónde está el parque?

— Cerca de casa —respondió Erick sonriendo.

El chico asintió sin hacer más preguntas, y terminó su comida. Era todo muy delicioso.
Los esposos podrían ver que los niños estaban tan felices como ellos, y claro, por qué no estarlo cuando ya era una familia.

Erick suspiró con una extensa sonrisa en el rostro, disfrutando de cada segundo al lado del chico que amaba y de sus hijos, de su familia. Entendía que a partir de ese día su vida sería compartida, y ahora que se sentía recuperado podía volver a dar sus clases de pintura en casa y de paso enseñar a sus pequeños, además de enviarlos al colegio.

Nunca antes se había sentido tan feliz de tener responsabilidades, pero tener que cuidar de su matrimonio y de sus hijos le daba una sensación de satisfacción, de no querer tenerlos lejos jamás. A Zabdiel lo amaba desde que lo conoció, y ahora, a pocos meses de haberse flechado con él, estaba más que seguro que el arrepentimiento no formaría parte de él, pues le había apoyado con unas de las cosas que más deseaba a pesar de su corta relación. Y a pesar de que tenía sólo algunas horas que había conocido a sus niños, ya los amaba también, y estaba dispuesto a darles todo lo que estuviera a su alcance, educación, felicidad y amor.

La última que tenía comida aún en el plato era la pequeña, y ambos la miraban con paciencia mientras que el niño había recostado la cabeza entre sus brazos.

— Mi amor —habló Zabdiel a la niña y Erick sonrió, pensando que en adelante así sería como padre, la niña lo miró cuando acarició su cabello—, si ya te llenaste puedes dejarlo, no hay problema —sonrió cuando la vió negar—. Ya comiste bien, ¿No quieres dejarlo?

— Dejar nada —respondió sonriéndole, mostrándole el huequito donde estaba por crecer su diente—, papi.

El chico asintió feliz y abrazó al ojiverde, viendo a la pequeña comer de a poco sus últimos pedacitos de zanahoria.

Mi florecilla || Joerick, Erickdiel.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora