Capítulo III : Razones para mejorar

457 67 14
                                    

En voz de Darrell

«Desearía tener una vida como la suya», «nunca le debe faltar nada», «inteligente, fuerte y adinerado, que envidia». Una pequeña parte de lo que dicen a mis espaldas.

¿Cómo podría encajar en una sociedad donde te etiquetan dependiendo de los dígitos en tu fortuna o cantidad de bienes de tu familia? ¿Cómo ofrecer tu amistad a alguien que solo esta a tu lado por simple conveniencia?

Por mucho tiempo me cuestioné la moral de mi mundo. Desconfiaba de todo aquellos que me ofrecían su "amistad incondicional" y al mismo tiempo señalaban a otros por no ser igual de "afortunados" que nosotros. Estaba mucho mejor solo, que mezclándome con una sociedad decadente, llena de prejuicios e ideas retorcidas y narcisistas.

Solo confiaba en mi padre. Desde siempre se había diferenciado de otros nobles. Odiaba el clasismo en el que regodeaba la alta aristocracia y deseaba ayudar a otros que quedaban rezagados en la carrera por la vida. Para mí, él era mi héroe.

Nunca conocí a mi madre. Según cuentan aquellos cercanos a la familia. Luego de tenerme a mí, adquirió una rara enfermedad que ni la magia pudo curar. Luchó por su vida hasta el último momento, pero al final decidió que el dolor tenía que acabar y murió.

Unos años después, llegó de visita a la casa una mujer que raras veces había visto. Solo en eventos importantes o fiestas tediosas.

Según mi padre, era la hermana gemela de mi madre. De estatura alta y cuerpo refinado, por donde caminaba dejaba una estela de glamur que hacía voltear a todos. Me empezaba a imaginar que mi madre se debió ver así en vida.

Poco tiempo después, sus visitas se hicieron más recurrentes y prolongadas. Hasta que un día, nunca más se fue y los sirvientes la empezaron a llamar "señora Rosewald". En ese momento entendí lo que pasaba, y entonces odié aun más mi vida.

Así pasé un par de años, alejado de todos. Confinado en mi propia jaula y deseoso de encontrar a alguien que no tuviera prejuicios hacia otros y no fuese superficial. Era muy consciente que le estaba pidiendo mucho a mi entorno. Pero aun así me mantuve con fe de que existía alguien así.

Luego de esperar y esperar, hasta el punto de casi perder las esperanzas, ese alguien llegó de una forma poco convencional.

Un chico de ojos grises y llorosos, pequeño y de aspecto frágil llegó un día a la casa. Según mi padre, él sería un nuevo miembro de la familia y que había que tratarlo bien. Parecía tímido, ya que por más intentos de mi padre para que participara en las conversiones, él se mantenía renuente a hablar.

A mi tía no le pareció la idea de traer a alguien desconocido a la casa. Sin embargo, a mi padre no le interesaron sus argumentos y permaneció invariable. A mí no me importó su presencia en lo más mínimo, no parecía diferente a todos los niños que había conocido en ese entonces.

No había forma de saber que ese chico se convertiría en mi mejor amigo. Aquel que lograra romper mi coraza y llegar a mi corazón. El único que me mostraría el significado de la amistad verdadera. Gracias a Zack, me convertí en humano.

Llegó siendo un desconocido sin familia ni origen, y se convirtió en el hermano que la vida me regaló.

Me mostró lo heterogéneo que podía ser el mundo. No solo era blanco y negro, sino tan diverso que las palabras no llegaban a describirlo. Y dependiendo hacia donde mirase, podría encontrar algo extraordinario.

Gracias a él aprendí a ignorar lo malo de mi entorno y concentrarme en las cosas buenas o agradables. Aunque en muchas ocasiones él fuera objetivo de todo lo malo del mundo.

Crónica de los magosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora