Pizza congelada

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Cuando Alba se despierta el segundo día en casa de su abuelo, no tiene dudas de hacia donde dirigirse. Le han dicho que no puede saltar ni hacer movimientos muy bruscos, pero escala como puede sobre la cama que comparten Aitana y Luis, cayendo sobre su padre que enseguida la abraza hacia su cuerpo sin abrir los ojos. Alba se acomoda en su pecho sucumbiendo a los mimos mañaneros que hacen que caiga dormida durante casi una hora más.

Después de desayunar, Alba se va a quedar con su abuelo haciendo recados y paseando, mientras los demás se van de ruta a no muchos kilómetros de la ciudad. Es ya una rutina en los días de vacaciones. Sabe que Alba estará bien con su padre, a pesar de que Luis en principio sea algo reticente a dejarla allí con él. 

Caminan a su ritmo perdiéndose en la naturaleza, mientras María trata de hacer esfuerzos porque sus hijos no se adelanten demasiado. El aire puro ensancha sus pulmones, descontaminándolos de Madrid, limpiándolos del tabaco. 

El silencio no pesa y de vez en cuando se sonríen. Luis está contento de estar allí y eso es algo de lo que todos se han percatado. Que Luis, a pesar de que una nueva cifra le acecha, parece haberse librado esa capa de polvo que siempre arrastraba y que hacía que le costara enseñar los colmillos al sonreír. 

Aitana se centra en sentir cómo ese revoltijo de sentimientos que siente que es parece en calma perdida en la naturaleza gallega. Su mente vagabundea y se permite pensar que podría acostumbrarse fácilmente a esa sensación de paz.

Alba tiene muchas cosas que contarles mientras comen lo que ha ayudado a preparar a su abuelo en esa aparente tregua que hay entre los dos Luis. Quizá porque hay nuevos integrantes en la mesa, aún no han tenido una de sus típicas discusiones, afortunadamente para María, que odia sentirse en medio.

Alba reclama el pecho de su padre para echar la siesta. Aitana no tiene sueño y tras mandar algún correo se permite disfrutar del silencio que reina en la casa. Sale a la terraza donde no tarda en acompañarle Luis padre. 

A Aitana el hombre le impone cierto respeto y le tiembla levemente la voz porque, además, es teóricamente su suegro. No duda en seguirlo hasta su taller, donde lo mira todo curiosa y sorprendida. Varias guitarras cuelgan de las paredes en la pequeña estancia que huelo a madera y música. 

- Es la única manera que he encontrado de sobrellevar el dolor y la soledad-le dice sintiendo que de alguna manera ella podrá entender sus palabras- Si no el silencio consume.

Aitana se siente frente a él y sonríe con la boca cerrada y los ojos empañados mientras asiente con la cabeza. 

Y te arrastra hasta el fondo del océano más profundo.

Ella lo sabe bien.

Es Alba la primera en encontrarles allí después de casi cuarenta minutos en los que no les han faltado temas de conversación. Cuarenta minutos en los que se ha dado cuenta de que los dos Luis no son distintas caras de la misma moneda, sino más bien al contrario, y puede que esa sea una de las razones por las que resulta tan complicado encajar. No siempre es fácil mantenerla la mirada a tu propio reflejo.

Después de ir al parque y pasear por el centro de la ciudad, llega la hora de los baños. María insiste en que se encarga de duchar a la niña. Y le repite 30 veces más que es médico. Cardióloga, por si no lo recuerda, y que sabe qué hay que hacer con Alba.

Luis observa a Aitana desde el marco de la puerta planchándose el flequillo y haciendo unas ondas rápidas poco marcadas en su melena. Sonríe pensando en que si acepta su plan, poco le van a durar.

-Ya estoy-dice mirándole a través del espejo al tiempo que desenchufa las planchas, intrigada por el misterioso plan que tiene Luis para esa noche en que ellos dos son los únicos invitados.

Canción DesesperadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora