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Inexplicablemente para la mayoría de nosotros, no podíamos creer estar en el velatorio del cordobés. El llanto de su esposa y sus tres hijos era conmovedor y triste.

No existían palabras de consuelo para tranquilizar a esa familia; aunque sabían que la vida de un policía valía poco y nada para la sociedad y para el gobierno, para ellos, no tenía precio.

Por un momento imaginé a mis padres llorando por mí, viéndome en un ataúd y se me erizó la piel.

Sentada en uno de los sofás de cuero marrón de la sala velatoria, bebí un poco de café fuerte. El desfile de oficiales y empleados de la fuerza era recurrente. Un puñado de periodistas había estado apostados a la salida esperando entrevistar a algún político que se hiciera presente, sin tener éxito.

Involucrado en una supuesta cuestión ligada con la venta de drogas, nadie quería verse manchado en este caso.

Yo, sin embargo, me permití el beneficio de la duda: el cordobés Irala era un hombre con un legajo intachable, buena reputación y que había comenzado con los trámites de jubilación para irse de pesca con su hijo mayor, Aarón, y su nieto Alan, su debilidad, a algún arroyito en su Córdoba natal, donde tenía un "terrenito con una prefabricada".

Pero sus sueños acababan de truncarse, de teñirse de sangre.

— ¿Cómo estás? ― Fátima, una de las chicas de la Comisaría 14, preguntó tomando asiento a mi lado, frotando mi rodilla.

— Estoy en shock ― reconocí, con un dolor fuerte en el pecho.

— La cosa está fulera. Se dice que el cordobés estaba metido con el pelotudo de Fuimino.

— ¿Pero no estaba en cana?

— Eso es lo que se decía...

Roberto, "el Beto", Fuimino era el capo de la droga en la zona de Villa Zavaleta, al sur de la Ciudad. Según me había contado Irala, lo conocía porque cuando eran jóvenes, habían jugado bowling en el club Huracán.

Sin embargo, ahora todo se entrecruzaba de un modo distinto.

A la mitad de la madrugada, el rumor de que estaría por hacer su presencia uno de los nuevos comisarios designados, en este caso para la Comisaría 1, se hacía cada vez más fuerte.

López, Rodríguez, Tullen y Rosselló, nuestros compañeros, sostenían que el tipo era arrogante pero implacable y uno de los más fervientes defensores de la lucha contra el narcotráfico, la cara visible de la "nueva legión" de justicieros de la fuerza y muy amigo de un intendente mendocino. Otro rumor, alimentaba la teoría de que quería allanarse el camino para postularse como Ministro de Seguridad Bonaerense en una próxima gestión política.

A las dos de la mañana, mientras dormitaba en el mismo sofá del cual no me había despegado, Fátima me tocó el hombro con disimulo. Rogué no haber roncado.

— Está entrando el nuevo...― me susurró. Como resorte me puse de pie y me batí el cabello. Limpié la comisura de mis labios y tragué en seco. Tosí, aclaré mi garganta y como todos los presentes en ese momento, esperé la llegada del flamante comisario y su séquito.

Asomándome por sobre un grupo de familiares y amigos, finalmente, vi a la próxima autoridad máxima de la comisaría 1 hacer su aparición. Vestido de civil, estaba acompañado por un hombre mayor, de traje negro, quien tenía pinta de chofer.

 Vestido de civil, estaba acompañado por un hombre mayor, de traje negro, quien tenía pinta de chofer

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— Mmmm no está tan mal ― Fátima murmuró por lo bajo, quitándome una sonrisa desganada.

En efecto, mi compañera tenía razón: ancho de espaldas, alto, de unos cuarenta y tantos, era impactante físicamente y su andar, firme, intimidaba.

— ¿Cómo se llama? ― curioseé.

— No sé, pero no me importaría que me trasladen a su delegación ― bromeó y le di una cachetadita en el brazo.

— ¿Pueden dejar de babosearse por el tipo ese? ― se acercó Aníbal Rosselló, uno de los más cercano a nuestra edad ―, tengo que recordarles que estamos en el velatorio de un compañero, che ― bajó sus gafas, frunciendo el ceño para regañarnos.

Ya en silencio y avergonzadas, fuimos testigos de las palabras que el comisario le dijo a la familia; para entonces, una cámara de TV estaba filmando sin importar la hora.

— Este crimen no será uno más, esto no quedará impune ― el hombre le besó las manos a la esposa y dio un apretón a las de sus hijos.

Siendo rodeado por mis colegas, quedó de frente, dispuesto a continuar con las frases que cualquier ciudadano quería escuchar.

— Nosotros debemos luchar para que se haga justicia por este buen hombre, buen padre y excelente profesional. Yo estoy aquí para apoyarlos y ser el nexo entre la justicia social y los habitantes de nuestra nación ― unos flashes se dispararon. De espaldas al cajón donde descansaban los restos de Irala, este tipo parecía un político de pura cepa.

Un leve malestar acaparó mi estómago; ese tipo me causaba mala espina y, además, ya había pasado suficiente tiempo aquí adentro.

— ¿Adónde vas? ― preguntó Aníbal sujetándome de la muñeca.

— A casa. No resisto más esto ― salí del recinto.

Caminé por la avenida Nazca e inspiré profundo, arrastrando mis lágrimas con el puño de mi sweater. Debía descansar, hacer mi propio duelo y regresar para el entierro en unas horas más.

Me detuve frente a la parada de colectivo; siendo de madrugada, la frecuencia dejaba mucho que desear y con suerte, en media hora conseguiría uno que me dejara a poco de mi casa.

Saqué un cigarrillo de la caja descubriendo que tan solo tenía dos. Lo encendí y para cuando iba a comenzar a pitar, un automóvil, un Mercedes negro brillante más precisamente, se detuvo a poco de mi ubicación.

Del lado del acompañante la ventanilla se bajó. Atenta, respiré bajo y esperé con la mano en mi cintura, donde descansaba mi arma reglamentaria, una Bersa 9mm.

— Hola, vos estabas en el velatorio, ¿cierto? ― el comisario me preguntó a pocos metros del semáforo en rojo. No tenía ningún vehículo delante. De pie, recostada sobre el caño que enmarcaba el refugio de ómnibus, respondí.

— Sí, señor, soy Trinidad Kóvik, sargento primero ― para cuando iba a ser la venia, él lo impidió minimizando el gesto con su mano.

— ¿Vos andabas de ronda con Irala?

— Si, desde hacía cinco años ― una lágrima se escapó de mis ojos.

El motor del automóvil se detuvo y para entonces, el comisario, más joven y atractivo de lo que se veía de lejos, se me acercó.

— Siento mucho tu pérdida. Me consta que ha sido un buen compañero.

— No es justo lo que se dice de él ― expuse, con el labio temblando y abrazándome a mí misma. La ráfaga de una posible tormenta estival levantaba las hojas del piso. Entre mis dedos se consumía el cigarro sin fumar.

— ¿Y qué se dice de él? ― buscó mis ojos.

— Que estaba metido en cosas raras...

— Ya nos encargaremos de hacer las averiguaciones correspondientes ― políticamente correcto respondió sin dar detalles ni certezas. De seguro, él sabía más de lo dicho en público y estaba bien guardar secreto de sumario, de su muerte aún había mucho hilo por cortar ―. Te quiero en la primera, mañana a las 17hs ― mencionó su nueva jurisdicción.

— P...pero...yo patrullo por las noches y....― dejándome con la queja en la punta de la lengua subió al coche, levantó el cristal de su lado y apenas se puso en verde, arrancaron.

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Prefabricadas: viviendas premoldeadas/ tipo de construcción modular generalmente económicas.

Fulera: complicada.

En cana: en prisión.

Colectivo: ómnibus, vulgarmente llamado "bondi".

"A un disparo"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora