Levanté mis ropas desperdigadas por su apartamento, las guardé en el mismo bolso en que las había traído tres meses atrás y ni me molesté en responder a sus pedidos de disculpas. Desde el primer momento en que había decidido pernoctar un par de veces en su domicilio, supe que era una locura.
Pero yo, un tipo maduro, estaba dispuesto a intentarlo.
Esta vez, la cosa no había resultado: Carmela era un poco infantil en sus planteos de convivencia y demasiado bohemia para mi gusto.
Rubia, de cabellos ensortijados hasta la cintura, era una muñeca de colección.
Invitado al evento de una de las empresas que patrocinaba mi estudio de abogacía la había conocido, a las semanas del fallecimiento de mi madre.
Aceptando a desgano la invitación de Jordi Molfián, el presidente de la compañía automotriz a la que acababa de hacerle ganar una fortuna, me encontré rodeado de jóvenes modelos y personalidades de la TV española.
Nada más lejos de mi ambiente.
Sonriendo poco y nada, aún dolido por haber quedado solo en este mundo, entablé conversación con esa muchacha de aspecto angelical, familia respetable y recién graduada como arquitecta.
Una cita llevaría a la otra y algunos encuentros sexuales nos tuvieron siendo pareja al corto plazo. Cediendo ante su insistencia, me había mudado a su casa para probar, por segunda vez en mi vida, lo que significa amanecer con la misma persona varios días seguido. Mientras que con Margarita, mi primera novia formal, las cosas tampoco había marchado bien y el desgaste cotidiano confinaría la relación al agotamiento, con Carmela, todo parecía viajar sobre rieles.
Cocinábamos juntos, íbamos al cine y escogíamos entre los dos la película a mirar, la llevaba hacia la Universidad donde daba clases los viernes por la noche...todo era idílico. Una relación soñada.
En efecto, yo deseaba a una mujer con la que tener los mismos intereses...pero algo había en ella, en algunas de sus conductas, que no iban conmigo. Quizás que regresara a la madrugada de los sábados, con la excusa de haber salido a mover el esqueleto y tomar unos tragos con sus colegas docentes o bien, que a menudo gastara todos sus ingresos en cosas superfluas y que luego, yo tuviera que darle dinero, fueron las gotas que horadaron la piedra.
Risas a escondidas, llamados a hurtadillas durante las madrugadas encendieron mi señal de alerta, por lo que cambié mi estrategia.
— ¿No puedo ir contigo? ― le pregunté una tarde mientras yo lavaba los platos y ella estaba sentada en el sofá, viendo alguna serie.
— ¿Al cumpleaños de Marifer? Nunca te agradaron las reuniones. Tienes fobia social ―apuntaba con algo de certeza. Sin embargo, fiel a mi instinto, cerré el grifo de agua, me quité los guantes de látex con lentitud e insistí desde su estrecha cocina ―: ¿Puedes preguntarle si hay inconvenientes en que asista?
Ella rigidizó su cuerpo, demostrando incomodidad. Rápido de reflejos, agregué:
— Pues si no quieres, no voy y ya... ― escogí el papel de víctima, sin saber si ya debía ponérmelo.
— No, no, vale... ¡ya mismo la llamo! ― exagerando su emoción cogió su teléfono y habló en el balcón con la organizadora. Levantando el pulgar a lo lejos, confirmó mi inclusión.
Para cuando fuimos a lo de su amiga, una joven tan o más bohemia que ella, me sentí harina de otro costal, pero no me importaba sino confirmar o no, mi sospecha: que mi novia me engañaba con uno de los profesores de la Uni.
Casi sin participar del festejo, extrañamente en silencio, Carmela se dedicó a beber toda la noche. A menudo preguntaba la hora y eso, también era motivo de duda.
Cordial, yo sonreía ante las bromas sin gracia de sus amistades y ayudaba a llenar los platos con comida a base de tofu, semillas y toda clase de elementos para ser untados en unas tostadas de pan de algarroba.
Todo me parecía extraño en Carmela; apenas respondía a las preguntas de su grupo e incluso, alegaba tener migraña. Le ofrecieron un paracetamol que rechazó de plano diciendo que odiaba automedicarse, un sinsentido, sobre todo sabiendo que era una hipocondríaca de pura cepa que todos los días tomaba algo para una alergia que jamás evidenciaba.
"Por si las moscas, para que no coja ningún resfriado", repetía antes de marcharse cada mañana en las que despertamos juntos.
Sin embargo, a poco de irnos del festín hippie, la historia cambió.
― ¡Alfredo! Pensé que no llegarías ― Marifer, se le echó a los brazos a ese tipo cuarentón para darle un efusivo beso.
Nadie, absolutamente nadie notó nada raro. Excepto yo, que vivía de desenmascarar el lenguaje corporal de las personas, del tono nervioso al hablar y de las mentiras. Y esa, la escena que acababa de vivir, era una completa mentira.
¿Por qué? Porque el tipejo, apenas entró en la casa de su novia vio de reojo a la mía, cerca de la puerta de salida, de pie, a mi lado.
Inmóviles, los dos se sostuvieron la mirada hasta que él se sumergió en el beso de arrebato de la homenajeada.
― Vamos, creo que me ha caído mal la cerveza ― pidió Carmela y sin dudar, habiendo visto yo lo que deseaba, nos fuimos.
Lo que siguió a esa noche fueron discusiones absurdas, gritos de su parte y hermetismo del mío, lo que decantó en la tan sana separación.
Para cuando llegué a mi apartamento, abandonado solo por unas semanas, me sentí en casa, rodeado de mis cosas y por qué no reconocerlo,de mi abrumadora soledad.
Otra vez estaba en el punto de inicio.
Otra vez, no lograba conectar con nadie.
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"A un disparo"
RomanceTrinidad Kóvik cumple servicio como agente de la policía local. Su vida, rutinaria, conoce de adrenalina e injusticias sociales. Sin embargo, nunca creyó que a su compañero de patrullaje lo matarían salvajemente, entregando un mensaje mafioso a la F...