Tosía y tosía, sintiendo que la garganta se me separaba del cuello. El olor a humo era sofocante, el calor también.
Las llamas lo estaban consumiendo todo, incluso, jugaban con las sábanas, arremolinadas a mis pies. Batallando contra ellas para alejarlas al mismo tiempo que intentaba encoger mis piernas, cualquier lucha era en desventaja. Pronto el colchón también entraría en combustión y sería cuestión de segundos quedar adherida a él y conocer en primera persona la agonía por morir quemada.
Muchas veces había asistido a viviendas en las cuales la violencia doméstica era una constante y las amenazas por quemaduras, moneda corriente. Por un momento me sentí identificada con esas mártires, víctimas de hombres inescrupulosos y cobardes que las dañaban de ese modo tan vil.
No me caracterizaba por ser una persona creyente, pero pedí por un dios, el mismo que me había rescatado del aquel viejo infierno un año atrás; llorando desconsolada, perdiendo fuerzas y fe, escuché que la voz de Valentín se filtraba entre chisporroteo de la madera de la ventana y las cenizas de las telas que sobrevolaban la habitación.
— Acá estoy...acá estoy ― mis gritos, entrecortados, salían del fondo de mi garganta lo más fuerte que podían. Intentaba elevar aún más la voz, pero el aire se viciaba de un denso humo.
Mis pies ardían, las llamas ya habían comenzado a consumir el colchón. De golpe, un vidrio explotó y todo empeoró al ingresar oxígeno; en ese momento la figura de Valentín apareció entre las llamas. Atravesando el fuego, se arrodilló a mi lado para llevarme sosiego.
— Mi amor...te voy a sacar de acá...no te preocupes ― forcejeó con las esposas, trató de doblar el poste de hierro, pero le fue imposible. De un armario cercano obtuvo unas mantas con las que trató de sofocar el fuego vivo a mi alrededor.
— Dejáme...dejáme y salváte vos ― rogué.
— Ni loco te dejo...nadie en su sano juicio te dejaría ― me quitó una sonrisa y besó mi frente caliente.
— Te amo...te amo, Valentín...― le susurré, con una consiguiente tos. Ya estaba un poco mareada, mis ojos no podían enfocarse en él.
— Trini, conservá el aire, ya estoy al lado tuyo para salvarte. Prometí protegerte y lo voy a hacer; ya vengo.
— No....¡no me dejes, por favor!
— No me dejes vos a mí...prometémelo ― imploró desde la puerta. ¿Adónde se iba ahora?
— Te lo prometo ― exhalé con poca fuerza.
Sin saber en qué momento ni cómo lo había logrado, con mis ojos apenas pudiéndose abrir, noté que unos brazos fuertes y largos me sujetaban. Como una hoja, sentí que levitaba por sobre una escalera; apenas distinguía el rostro de Valentín y la balaustrada de madera.
Ligera, etérea, sobrevolé la escena; me aferré al cuello de Valentín acariciando su cabello desordenado y tuve la certeza de que nada malo podía volver a pasarme mientras él estuviera a mi lado.
****
Los constantes "pip, pip, pip" de las máquinas de registro de valores médicos me aturdieron. Era un sonido conocido y penetrante, algo que se asemejaba a lo ya vivido antes. Pensando en una pesadilla, en el efecto mariposa incluso, hasta en la muerte, no fue sino hasta que abrí los ojos y encontré a Valentín sujetándome de la mano y peinando mi cabello, que supe que estaba sana y salva.
— Hola, linda...― susurró, me saludó y encontrar sus ojos azules, me devolvió el alma al cuerpo.
— Hola...lindo ― le respondí, me dolía mucho el pecho y me raspaba la garganta.
— Estuviste intimada por unas horas, quizás por eso sientas molestias al hablar ― aclaró, adivinando mi pregunta mental.
— Mis muñecas...qué paso...cómo hiciste...― traté de incorporarme, pero el vahído aún persistía. Con su ayuda y la de una enfermera logré sentarme con varias almohadas por detrás de mi espalda.
— Fui al restaurante porque sospeché que Simón tarde o temprano iría atrás tuyo: vos eras el punto débil, el cabo suelto que buscaría atar de un modo u otro. No te encontré y supe que debía de hacerme de un arma para defendernos y recordé la que tenías en tu casa ― besó mi mano, recordando, al igual que yo, nuestro incidente nocturno ―. Los chicos del restaurante cooperaron con unas herramientas que encontraron por ahí y forcé la puerta de tu casa. Todos los vecinos salieron a ver qué pasaba, uno de ellos llamó a la policía y la patrulla me siguió sin lograr alcanzarme. A los pocos minutos que bajé en lo de mi madre, los agentes detuvieron al conductor del taxi que me llevó hasta allá. Lo indagaron, lo molieron a preguntas, hasta que creyeron su versión de los hechos y fueron hacia donde me dejó. Los policías llegaron en el momento en que yo ya estaba en la puerta con vos en brazos y con las llamas por detrás de nosotros incendiándolo todo. El resto, es accesorio ― relató, con gran cautela y en tono apacible. Adoraba su calma para hablarme y brindarme contención.
— ¿Y Simón? ¿Se escapó? ― mi voz era discontinua.
— No pensó que yo tendría herramientas con las que podría romper las esposas ― rozó mis muñecas coloradas ―, y mucho menos que nos salvaríamos del incendio. Se lo detuvo en un aeropuerto privado a punto de volar en una avioneta particular con mucha guita encima. La policía dio el alerta rápido intuyendo que se estaba por mandar alguna.
— ¡Pero va a salir!¡Siempre tiene a alguien con poder al lado! ― me lamenté.
— No, linda, esta vez se hará justicia. Tenemos un gran abogado de nuestra parte ― orquestadamente, como en una obra de teatro, entró Sebastián Alcorta, su amigo y abogado de confianza.
— Hola, Trinidad. Soy Sebastián ― se presentó con suavidad.
— ¿Así que vos sos el famoso Sebastián de Rosario? ― fruncí el ceño, exigiendo mi memoria ―. Por casualidad, ¿a vos te decían "El Tren"? ― el muchacho alto y corpulento, moreno y muy atractivo, se ajustó la corbata.
— Cuenta la leyenda que sí.
— Mi viejo iba a verte al galpón del viejo Benavidez, donde boxeabas cada tanto ― recordé cuando lo regañábamos con mi mamá, pero él decía que había un pibe Rosario que era demoledor con la zurda ―. Él siempre apostó por vos.
— Qué lástima que ya no doy autógrafos ― Sebastián se sonrió tímidamente y dejando de lado aquella anécdota, prefirió enfocarse en lo que nos competía: el juicio a Simón por lo que acababa de suceder y por el viejo ataque en mi casa de Villa Pueyrredón.
Enumerando testigos, mis padres habían confesado conocer a Pedro Tossini, un doctor transa del hospital del policía que acababa de ser removido de su puesto apenas se supo que tenía vínculo con Simón. Los secuaces del comisario no me habían matado y conscientes de su paso en falso, me llevaron hacia el hospital de policías para que el "Matamuertos" terminara el trabajo. Éste, confiándose demasiado en mi mal estado, me dejó morir en la morgue, sin imaginar que una enfermera oiría mis quejidos dentro de la bolsa recién cerrada y me rescataría de ese lúgubre sitio.
Comunicándose con mis padres, la mujer cuidaría de mí hasta que ellos llegaron y exigieron mi traslado a Rosario, deshaciéndose de todo lo que me rodeaba hasta entonces: amistades, romances...todo. Las piezas del rompecabezas de a poco encajaban unas con otras y las de mi presente, también.
Esa misma noche, Valentín se quedó conmigo en el hospital como lo había hecho las anteriores, y como lo haría de ahora en más.
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Transa: engañoso, deshonesto.
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"A un disparo"
RomanceTrinidad Kóvik cumple servicio como agente de la policía local. Su vida, rutinaria, conoce de adrenalina e injusticias sociales. Sin embargo, nunca creyó que a su compañero de patrullaje lo matarían salvajemente, entregando un mensaje mafioso a la F...