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Adormecida, abrí y cerré mi boca pastosa. El picor en la nariz era persistente.

Esa horrible sensación se asemejaba al momento en el que desperté en la clínica de Rosario tras mi ataque; experimenté un dejá vú espantoso.

Parpadeé con dificultad, como lo hacía cuando despertaba de mis recurrentes pesadillas, aquellas que me atravesaban por las noches y que, con la llegada de Valentín, antes Pablo, habían desaparecido.

Las muñecas me dolían y mis axilas experimentaban una tirantez molesta, como el de un pequeño desgarro interno.

Para cuando recuperé algo de conciencia, noté que mis manos permanecían ancladas al cabezal de una cama de hierro, descolocándome por completo. Con furia, con desconcierto, tiré y tiré, notando que cualquier esfuerzo por soltarme era en vano. Mi desesperación fue en aumento, los latidos de mi corazón, en franco ascenso.

¿Qué clase de juego perverso era este?

Tampoco vestía como cuando había salido de mi casa rumbo al restaurante, sino que lucía un vestido floreado corto hasta la rodilla, de breteles finos en rojo, el cual usaba cuando llegaba del trabajo, en Buenos Aires.

La habitación, desconocida y anticuada, era grande, de color crema y con una gran araña que pendía del techo a la que le faltaban dos bombillas de luz. Un mueble desgastado de madera lustrada enfrentaba a la cama y una mesa de luz ancha, del mismo estilo decorativo que la cómoda, estaba a varios centímetros de mis manos.

— ¡Salí de ahí, loco de mierda! ― grité, con la voz quebrada, esperando que mi captor diera la cara.

Tironeé con la típica terquedad que me caracterizaba, obteniendo una nueva marca en mis muñecas. Para entonces, ya estaban sonrosadas por los intentos infructuosos.

Unos aplausos junto a su eco comenzaron a resonar a lo lejos, alguien parecía estar disfrutando de tenerme allí, a su merced y solo una persona era capaz de semejante situación.

Su nombre era Simón.

Él era mi verdugo, y yo nuevamente, su víctima.

Al verlo aparecer en ese cuarto, el mundo cayó a mis pies; esbozando una sonrisa ladina, se recostó sobre el marco de la puerta, a unos tres metros del borde de la cama. Su arma, no reglamentaria, calzada en su cintura.

— Dale, Rusita, si a vos te encantaban estos jueguitos sucios ― apuntó en tono burlón.

— Soltáme, Simón...― exclamé entre dientes, clavando los talones en las sábanas.

— Confieso que me calentaba mucho que me pidieras más y más. Aunque ya me aburrías un poco, eso lo disfrutaba ― acercó su rostro al mío, consciente de que no podría atacarlo. No obstante, escupí sobre su mejilla.

— Sos un hijo de puta...

— Diste en el clavo, mi verdadera madre era una puta, no lo niego ― se alejó limpiándose la piel con un pañuelo que sacó de un bolsillo trasero ―. Por eso mismo me escapé de casa, porque mi vieja era una cualquiera que metía a cualquiera donde vivíamos. ¡Igual que vos!, que andás metiendo a gente que acabás de conocer en un restaurante.

— Te odio...

— Gracias, es muy amable de tu parte ― yendo de un lado al otro, en sus gestos sarcásticos podía ver la satisfacción que le causaba que yo estuviera disponible para él. A menudo, se miraba el reloj, como si la hora fuera determinante en su estrategia.

— Valentín te va a encontrar...

— Valentín... ¡ay Valentín! pero qué chico este...― tomó asiento en una silla cercana y quitó la pistola de su funda para empuñarla ― ...él siempre queriendo lo que yo tuve primero.

"A un disparo"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora